El intenso tráfico, los bocinazos que aturden, el tranco apurado de la gente, el pito constante de los agentes de tránsito, los gritos de los vendedores ambulantes, nada puede borrar el gesto sombrío, adolorido y la mirada extraviada en un sinfín de recuerdos de los que habitan las esquinas del bulevar.

La noticia produjo un tsunami emocional en quienes compartimos casi toda la vida con quien puede ser considerado el último símbolo de la ciudad.

“Murió el Cura Suárez”, fue la frase funeral que se extendió por toda la ciudad; desde 9 de Octubre hasta la piscina Olímpica, el Colegio Nacional Vicente Rocafuerte y la Asociación Barcelona Astillero. Dicen que una sombra apareció en el lugar donde estuvo el American Park, al pie del estero. En la pista de patinaje del Coney Island porteño empezó su carrera deportiva en 1943, cuando ya era el Cura Suárez. A los 14 años, se presentó como patinador acróbata en una competencia en el American Park. Tenía una agilidad sobrenatural y un dominio sobre su pequeño cuerpo. Un día, en el centenario plantel que él amó hasta el final, mientras recibía clases, un chistoso le pegó un chicle en el pelo. Otro se ofreció a ayudarlo y le cortó un pedazo de la cabellera. Le quedó un hueco como de franciscano y alguien dijo: “Pareces un cura”. Y se le quedó para toda la vida.

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Alrededor de las diez de la mañana empezaba su recorrido por el bulevar. Se detenía en todas las esquinas. Lo llamaban de todos lados. Bastaba un minuto para que estallara una estruendosa carcajada. Una broma, una ocurrencia era la señal de que el Cura estaba en circulación. Su última estación fue en la calle Córdova, en los bajos de San Francisco 300, donde se reúnen Efrén Roca, Douglas Mawyín, Pepe Intriago, Cristóbal Terán, Fernando Gálvez y otros amigos, quienes estuvieron siempre pendientes de la violenta enfermedad que se llevó a un gran deportista. De allí avanzaba hasta Chimborazo. En la esquina sureste lo esperaban Julio Arce, Galo Pinto, Manuel Floril, Cucho Gómez y otros exfutbolistas. Al frente, al noreste, estaban aguardándolo Alfredo Alpretch, Pepe Alaña, Rafael Bolita Mejía y otros de su gallada. Y así, de parada en parada, el Cura quemaba la mañana llevando un refrescante aliento de alegría a sus veteranos contertulios.

Al mediodía iba a la piscina Olímpica donde se inició como saltador en 1947. En la Olímpica se subió a la plataforma de 10 metros y sin temor, sin clases previas, hizo un mortal y medio hacia adelante. Para suerte de nuestro deporte estaba allí el campeón sudamericano Cristóbal Savinovich, quien lo invitó a entrenar. Bajo la sabia dirección del inolvidable Cristóbal el Cura fue convirtiéndose en el mejor ornamentalista de Ecuador. En ese tiempo no cobraban a los deportistas, como ocurre hoy en Fedeguayas.

Conocí a Elmo Cura Suárez en 1955 y me hice su amigo, pese a la diferencia de edades que se fue borrando con el tiempo. Compartí casi toda mi vida con él en la piscina Olímpica.

La única esquina que puede reclamarlo en propiedad es la más famosa de Guayaquil: Boca-Nueve (Boyacá y 9 de Octubre), la de los grandes deportistas, fundada a fines de la década de los años 40. De esa famosa gallada sacó el Cura a los futuros jugadores de hockey en patines. Había estado en 1951 en Rumania, en unos Juegos de la Juventud, y allí lo atrajeron dos deportes: el hockey y la gimnasia olímpica, que no se practicaban oficialmente en nuestro país. A su retorno entusiasmó a los de Boca-Nueve: Julio Rubira, Nolan Márquez, Jaime Peña, Aurelio Panchana, Manolo Suárez y muchos más. Les enseñó a patinar y a manejar la chueca y pronto el hockey en patines debutó en el coliseo Huancavilca en un intermedio del básquet.

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Después gestionó la habilitación de una cancha en el antiguo Parque Infantil (donde hoy está el Palacio de Justicia) con el apoyo del entonces concejal y gran basquetbolista de Oriente en los años 30, Francisco Macías Burnham, y el periodista Guillermo Valencia León (Valenciano). El hockey creció enormemente y llegó a ser uno de los deportes más populares. El Cura era el jugador-espectáculo por su velocidad y su regate, en competencia no el no menos espectacular Aquiles Avivato Vera.

En 1953, con ocasión de la inauguración de la piscina vicentina, se acercó al rector de entonces, Adolfo Jurado González, y le pidió crear la escuela de gimnasia olímpica para aprovechar los nuevos implementos que se habían recibido en donación. Jurado, también exbasquetbolista de Oriente y gran apoyador del deporte, aceptó. Suárez había aprendido en su breve estancia en Rumania, algunos movimientos en barra, paralelas y argollas que transmitió a sus primeros pupilos: Jaime Peña, Max Blum, Enrique Alemán, Julio Rubira y algunos más. Después le ‘robó’ a la natación dos buenos prospectos: Abel Rendón y Alfredo Mancilla. Con la incorporación de Jorge Portalanza, Manuel Sáenz de Viteri, Alfredo Cucalón y Pedro Rendón se formó el equipo más poderoso, cuyos integrantes fueron medallistas de oro en los Juegos Bolivarianos de Barranquilla. Tiempos que no han vuelto a repetirse.

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En los saltos, el Cura Suárez fue medallista de oro en plataforma en los Grancolombianos de 1954, 1958, 1959 y 1961. Fue vicecampeón sudamericano en 1964 en Guayaquil y campeón bolivariano en 1965 en la misma Olímpica. Hace algunos años se hizo nadador master y se cansó de ganar medallas.

Lo conocí en 1955 y me hice su amigo, pese a la diferencia de edades que se fue borrando con el tiempo. Compartí casi toda mi vida con él en la piscina Olímpica, en el quiosco de Chelita, frente a la piscina, donde nos reuníamos una muchedumbre de nadadores.

También en el recordado grupo que formamos frente al teatro 9 de Octubre, en la vereda donde estaba El Mandarín, del Chino Francis. Noche a noche nos reuníamos Cucho Gómez, Julio y Jorge Viera, Cristóbal y Armando Savinovich, Gustavo Pollo Medina, Eduardo Shory Vásquez, Carlos Pan de Huevo Aguirre, Mauro Ordeñana, Arístides Castro, Enrique Avispa Matamoros, Rafael Bolita Mejía y alguno que se escurre en la memoria.

Tuve la suerte de ser delegado al Sudamericano de Natación en Lima en 1966. Estuve a cargo de nadadores y saltadores en la concentración de Chorrillos. Me acercó más a Elmo Suárez esa relación dirigente-deportista. Cuando hizo su último salto en la plataforma de Campo de Marte me pidió hablar aparte: “Esta es mi despedida. Me retiro de los saltos”, me dijo, me dio un abrazo y al separarnos advertí que rodaban gruesas lágrimas por su rostro tostado por el sol. Fue uno de los entusiastas miembros de la Fundación Conaviro. En octubre del 2017 me fue dado un honor en lo que fue mi bella amistad con el Cura Suárez: ganamos una medalla de oro en natación en los relevos estilo libre en la categoría 300 años y más. La posta la formamos John Salmon (el ‘benjamín’ del grupo, 67 años), César Jiménez (71), Ricardo Vasconcellos (75) y Elmo Suárez (87).

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Aldo Vanoni dijo algo que es una verdad: “Gracias, Elmo, por toda la alegría que nos diste”. Me sumo a sus palabras con el corazón conmovido. (O)