Un buen amigo me reclama constantemente que no escribo sobre un gran jugador que dejó un hermoso recuerdo por su calidad y su valentía. Se refiere a Fortunato Chalén Ortega. Le he contado que lo guardo en mi memoria no solo porque fue un futbolista enorme, sino también porque cuando Norteamérica fue a parar a mi barrio, de donde eran el presidente, el vicepresidente y el tesorero, Fortunato llegó a la esquina de Aguirre y Pedro Moncayo –que fue siempre mi esquina– y jugó inolvidables partidos callejeros la tarde de los sábados defendiendo a nuestro barrio frente a otros equipos, como el de Puerto Liza, en el que militaban Alfonso Quijano, Pepe Johnson y otros cracks.

Con el apodo de Cholo llegaron a nuestro balompié muchos jugadores, pero tres fueron de verdad grandes. Eran cholos legítimos, “de pelo en pecho” y no de pelo sobre los hombros, diademas, aritos en las orejas y colitas de caballo. Eran cholos bien bragados que se fajaban sin dramas y simulaciones. El primero de ellos, en los tiempos del viejo estadio Guayaquil, fue Jorge Benítez. Era alto, fuerte, arremetedor, tenía gran dominio de balón, inteligencia para advertir los claros y velocidad. Como muchas estrellas de antaño salió de ese vivero que fue la esquina de Ayacucho y Coronel. Jugó en el Inglaterra cuando era un pibe, y de allí se lo llevaron al Panamá, donde formó el ala derecha con Hipólito Tapita Suárez y luego con otro legendario jugador: Ernesto Cuchucho Cevallos. Llegó a disputar el título de mejor interior derecho nada menos que con el magistral Ramón Unamuno, con quien se juntó luego pasando Benítez a jugar de alero. Cuando llegó al centro del ataque Manuel Manco Arenas, mucho de su capacidad goleadora se la debió a Jorge Benítez.

El momento más destacado de su carrera fue aquel cotejo contra el campeón chileno Audax Italiano, que venía jugando más de 50 partidos y anotando algo más de 200 goles. El 12 de noviembre de 1933 el Panamá logró remontar un marcador adverso 0-2 y consiguió una de las victorias más sonadas de la historia de nuestro fútbol con un sorprendente 6-3. Ese día la delantera de los panamitos formó con Nicolás Gato Álvarez, Jorge Cholo Benítez, Manuel Manco Arenas, Jorge Pies de Seda Laurido y Leonidas Machete Elizalde. “Ustedes no saben lo que tienen en ese muchacho que juega de entreala derecho”, dijo refiriéndose a Benítez el capitán del elenco chileno Riveros.

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La música era una de las pasiones del Cholo. Guitarrista y cantante, se unió a un trío. Descuidó su vida privada, abandonó el fútbol y murió muy joven, cuando aún podía llevar la emoción de su juego a las graderías del estadio Guayaquil. Fue el primer cholo que llegó a planos estelares.

Para la gran mayoría de los que han seguido el fútbol la idolatría de Barcelona se cimentó en un sencillo hombre de nuestro pueblo que llegó a Guayaquil en 1946, a los 20 años de edad, proveniente de Buenavista, Pasaje, la tierra de mi amigo Carlos Falquez Batallas. Jugaba en pequeños cuadritos y luego en el cuartel donde su instructor, el suboficial Cerón, lo descubrió en su capacidad goleadora mediante un método sencillo: si no hacía al menos dos goles por partido, lo mandaba al calabozo. Cuando llegó a Guayaquil hizo amistad con un jugador de Barcelona, Washington Mendieta, quien lo llevó al cuadro del astillero. Lo ficharon el 28 de junio de 1946 y el 15 de julio debutó ante Huancavilca.

En 1947, el poderío torero creció con la incorporación de los cadetes del Panamá. Allí nació la fama de goleador de Sigifredo Cholo Chuchuca. Tenía dos interiores geniales: José Pelusa Vargas y Enrique Pajarito Cantos, que lo abastecían con balones para que él llegara con el oportunismo y la bravura que lo caracterizaron siempre. Por las alas jugaban José Jiménez y luego Jorge Mocho Rodríguez, y el incomparable Guido Andrade. Entrando por la raya de fondo o cortándose en diagonal, levantaban el centro preciso para que el Cholo Chuchuca entrara a cabecear o la empujara con su botín derecho. Algunos lo discutieron porque no era un exquisito, pero tenía lo que había que tener para hacer los goles: un gran olfato, oportunismo y valentía.

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Debutó internacionalmente el 9 de noviembre de 1947 ante Deportivo Cali y se consagró como artillero ante el mismo equipo el 16 de junio de 1948. Barcelona ganó en gran partido a los caleños por 4-3 y Sigifredo fue la gran figura con un golazo de antología. Ese mismo año fue el piloto de ataque del combinado de Guayaquil en el Campeonato Nacional de Selecciones y se clasificó goleador con 10 dianas en cinco partidos. En el Sudamericano de 1949 y fue el autor de un soberbio gol de chilena a Barbosa, el arquero de Brasil, en el estadio de Vasco da Gama el 13 de abril de ese año.

Su paso por el fútbol puede ser tema de un libro y su nombre citado como símbolo de coraje y pundonor, eso que se extraña en las alineaciones modernas. En sus goles y su sencilla manera de festejarlos, en los vuelcos sensacionales que dio a partidos ya perdidos, en sus voladas para anotar de palomita con el botín rival acariciándole la barbilla, está mucho de la base sobre la que construyó su idolatría el Barcelona.

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Fortunato Chalén fue el último representante de nuestro orgulloso cholerío. Tenía 14 años cuando lo llevaron al Huancavilca de la serie de ascenso. Era pequeñito y no creció mucho más. En 1959 fue designado el mejor jugador del ascenso y el 13 de junio de 1961 lo federó Norteamérica. Premonitoriamente, Diario EL UNIVERSO comentó: “Con el ex-Huancavilca, Norte ganará bastante en su sector defensivo”. Los nortinos llegaban otra vez a la primera serie con un equipo joven, muy veloz, con jugadores aparentemente frágiles, pero de gran clase.

El 14 de julio debutó en el torneo oficial ante Panamá, formando la línea defensiva con Vicente Egas y Mancero. Nadie creía que ese zaguero central tan pequeño fuera capaz de brillar tanto. Salía siempre jugando con suprema elegancia. Saltaba más que los delanteros gigantescos. Iba al choque con adversarios corpulentos que salían despedidos al contacto con ese mangle que era Fortunato. Un día salió inconsciente de la cancha Horacio Tanque Romero. Chalén y el argentino cayeron al piso después de un encontronazo, pero el Cholo siguió jugando como si nada hubiera pasado ante un tanque averiado.

Emelec lo llevó a la Copa Libertadores de 1967 y probó que fuera del país y ante las estrellas extranjeras tampoco se achicaba. Chalén fue un grande de todos los tiempos y difícilmente vuelve a salir otro zaguero parecido. (O)

Algunos lo discutieron por qué Sigifredo Agapito Chuchuca no era un exquisito, pero tenía lo que había que tener para hacer los goles: un gran olfato, oportunismo y valentía.