Lo he contado algunas veces, pero vale para ayer y para hoy. Tuve la fortuna de iniciarme como espectador del fútbol el 20 de febrero de 1952 cuando mi padre me llevó al estadio Capwell a ver un partido en el que se enfrentaban dos grandes equipos: el inolvidable Río Guayas y Santa Fe de Bogotá, club en el que estaban Ángel Perucca, René Pontoni, Héctor Pibe Rial, Mario Fernández y Antonio Báez, entre otros astros.

Río Guayas fue el campeón del primer torneo profesional de la historia de nuestro balompié. Era un equipo ‘todos estrellas’, con diez extranjeros y un solo nacional como titular: Héctor Sandoval. Los nombres han quedado en la leyenda: Valentín Domínguez, Eduardo Tano Spandre, Teodolindo Mourín, Óscar Luis Carrara, Jorge Caruso, Óscar Smori, Juan Deleva, Juan de Lucca y el más espectacular de todos: el Loco Basilio Padrón.

Cuando me preguntan por qué no logro digerir este briollo con mortadela que es el fútbol de hoy (excepción hecha de los mejores momentos del Barcelona de Guardiola), respondo que me criaron con filet mignon viendo a Río Guayas, al Barcelona de la idolatría (la auténtica, la que arrancó en 1947, no la que falsificaron en un busto), a los dos Ballet Azul de Emelec, al Valdez del primer bicampeonato, al Patria de 1958 y 1959, a los artilleros del Quinteto de Oro y a los Cinco Reyes Magos. También a los equipos de El Dorado que llegaron al Capwell. O al Real Madrid de Di Stéfano y Puskas, al Borussia Mönchengladbach de Berti Vogts, al Benfica de Eusebio, al Botafogo de Garrincha, al Corinthians de Rivelino –ya en épocas del estadio Modelo–, y muchos más.

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La primera impresión que tuve hace más de 65 años es que el fútbol era para divertirse. Esa lección me la dio Basilio Padrón, un endemoniado alero derecho que había nacido para evitar que el balompié se muriera de seriedad, como pronosticó Eduardo Galeano en su libro Fútbol a sol y sombra. Desbordaba con facilidad, regateaba sin límites, el balón era su juguete. Se molestaban sus compañeros porque no pasaba la redonda y se irritaban sus adversarios, como el legendario José Manuel Charro Moreno, que lo elevó de un trancazo, cansado de sus jugarretas. A la siguiente acción, el Loco Padrón le hizo un túnel.

Cuando quebró la sociedad que sostenía a Río Guayas, Padrón se fue con sus firuletes a La Salle, de Caracas, y en 1955 partió a España para militar con gran éxito en el Valencia y luego en Las Palmas y Tenerife. Ciberché se llama una página web valenciana que dice esto del famoso Loco: “Basilio Padrón es probablemente el jugador con el que más y mejor se ha divertido la grada de Mestalla. No es que hiciera el ridículo por malo, al contrario. Era un interior con aspecto de tanguista y óptimo toque de diestra, que, cuando le daba por jugar, servía con profundidad y soltura. Tenía, sin embargo, una afición invencible a los malabarismos circenses”.

Hoy Padrón no tendría lugar en ningún equipo. Su ningún apego a las tácticas y a las órdenes de los técnicos, que son los verdaderos dueños del fútbol, lo harían prescindible. Los dirigentes no preguntan por los antecedentes del crack que les ofrece el empresario ni el puesto en que juega. Solo interesa si tiene tatuajes, el número y los colores. Según eso abren la chequera y pagan, aunque el contratado resulte un paquete.

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Lo demás es el respaldo tarifado de un amplio sector de un ‘periodismo’ que transforma en ídolos a mediocridades más famosas por su conducta patanesca que por sus virtudes futboleras. Y la prédica constante que hacen sobre el “orden”, al que convierten en el principio y fin de todas las cosas. “El orden está derivando hacia una auténtica obsesión. Algunos equipos son como esos cuadros de inmóviles mariposas de colores: da la sensación de que sus jugadores están clavados con alfileres a sus posiciones”, dice Jorge Valdano en su libro Fútbol, el juego infinito.

El otro loco que llenó mi memoria de fantasías fue guayaquileño auténtico, un pro- ducto de la pelota callejera de Las Cinco Esquinas: José Vicente Balseca. En la cancha de tierra del viejo estadio Guayaquil, en los certámenes federativos, deslumbraba en un ala izquierda que formaba con otro orate como él: Arístides Castro, luego un maestro del verdadero periodismo. Juntos se fueron del Huracán de don Marquitos Luzuriaga al Emelec. Arístides empezó a estudiar ingeniería civil y dejó el fútbol, pero Balseca siguió de interior hasta 1954 en que el entrenador chileno Renato Panay –el arquitecto del primer Ballet Azul– lo mandó a la punta derecha por la llegada de Carlitos Alberto Raffo, la más grande figura extranjera en la historia de Emelec.

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Balseca quedó en la leyenda por sus indescifrables travesuras. Era tremendamente hábil, inteligente y creador de espacios. La efectividad de Raffo se basaba, en mucho, en los desbordes y los servicios del Loco Pepe Viche. Para felicidad del fútbol se unió un día con otro desaforado e irreverente regateador, Daniel Pata de Chivo Pinto y el estadio Capwell fue escenario de una kermés Con ellos y sus compañeros Emelec obtuvo tres títulos en dos temporadas: campeón de Asoguayas en 1956 y 1957 y primer monarca nacional en este último año.

El mismo festival que protagonizó con Pinto lo reeditó Balseca con el más grande jugador nacional que vimos en nuestras canchas: Jorge Pibe de Oro Bolaños. Fueron el ala diestra de Los Cinco Reyes Magos de Fernando Paternoster. El Pibe era un organizador de juego, un supremo constructor de ataques, una aduana del equipo, pues por sus botines pasaban todos los balones. Imposible arrebatarle la esférica a menos que lo tumbaran y se la arrancharan. Nadie como él para manejar los hilos del equipo. Pudo haber llevado la magia de su juego a las canchas de Inglaterra si no nos hubieran robado el cupo para el Mundial de 1966. Me aburren totalmente esos jugadores de hoy, la mayoría con cara de pesquisas, sin una sonrisa, serios, dramatizados, ocupados solo en correr, pues –palabras de Valdano- “en el fútbol, si no corres mucho, la televisión te rechaza. Y si no corres ordenado, el que te rechaza es el entrenador”.

Cuánto extrañamos los viejos aficionados a los locos como Juan Avelino Pizauri, Padrón, Balseca, Aníbal Loco Cibeyra y a Julio Viera, aquel puntero zurdo que sacamos de la pista atlética para llevarlo a la Liga Deportiva Universitaria porteña, pero que jugó un corto lapso, no porque se lo hayan llevado los loqueros, sino porque estudiaba ingeniería y se retiró temprano del fútbol. (O)

Hoy Basilio Padrón no tendría lugar en ningún equipo. Su ningún apego a las tácticas y a las órdenes de los técnicos, que son los verdaderos dueños del fútbol, lo harían prescindible.