En 1920, en los torneos que se hacían en la Plaza de La Concordia, en el equipo llamado Sucre, empezó a destacarse Luis Garzón, un zaguero trigueño, espigado, de exquisita técnica. Era veloz y con un juego de cabeza que llamaba la atención. Paraba los centros dominando el balón con la testa, recorría un largo trecho esquivando rivales y lo bajaba con elegancia a sus botines; era impasable por alto y sus despejes de cabeza eran siempre con destino a un compañero.