El tiempo de Navidad es el tiempo de las luces, las alegrías profundas, la amistad, pero también de los contrastes y cuestionamientos fundamentales.
El mundo cristiano celebra el nacimiento de Jesús, pero en realidad no se sabe la fecha de su nacimiento. Se trata del “bautismo” de una fiesta que celebraban los romanos en honor al nacimiento del rey sol y los cristianos “infiltraron” la fiesta dándole otro significado.
Jesús no se quedó niño, se hizo hombre y aceptó entregar su vida y morir como un delincuente, transportado por su misión. Lo que los cristianos celebran es el amor incondicional de quien optó por el servicio y la entrega total en su afán de cambiar el corazón de piedra que late en la humanidad por un corazón solidario y fraterno que vea y sienta a toda persona como un hermano.
Y esa fuerza y ese poder siguen secuestrados en las espesuras de nuestro egoísmo colectivo. Nos legó una fe, la hemos convertido en una religión.
Y cantamos la pobreza del pesebre, la adornamos con flores y casi le quitamos el aspecto escandaloso que tiene. Las preguntas fundamentales: ¿Por qué existe tanta pobreza? ¿Es posible superarla o es una trampa de la que millones no pueden escapar?, no encuentran una respuesta válida. Y sobre todo acciones que reviertan la situación de extrema inequidad que vivimos globalmente.
El escándalo actual de los 30.000 niños y niñas que mueren cada día por causas relacionadas con la miseria, que equivale a 18 niños y niñas cada minuto y a un niño cada tres segundos, lo ocultamos o lo ignoramos.
¿Será verdad que nacemos libres, iguales y con posibilidad de elegir? ¿Son los pobres víctimas indefensas o pueden controlar su futuro? ¿El sistema los necesita así, o pueden cambiar el sistema que los ha engendrado, expulsado a la marginalidad y a la periferia, pero que los utiliza como mano de obra barata, y voto cautivo de las limosnas que caen de la administración pública? ¿Cuál es la relación entre el cambio individual, necesario y fundamental y el cambio de los contextos sociales, económicos, políticos, sin los cuales la equidad es una quimera?
Si se extendiera el nivel de consumo de los países llamados desarrollados a toda la humanidad, necesitaríamos dos tierras y media para responder a esa demanda de bienes y servicios. Y colapsaría el equilibrio de la naturaleza tal como lo conocemos. Ella se puede arreglar muy bien sin nosotros, pero nosotros no podemos existir sin ella.
Tiempo de Navidad, tiempo de recogimiento, de encuentros, de alegrías sencillas y fundamentales.
Pero también tiempo de reflexión.
No podemos cambiar el mundo, pero sí podemos cambiar para bien algo del mundo que nos rodea.
Es el tiempo en que comprobamos que solo se ve bien con ojos que han llorado, y que la felicidad no es la alegría fácil, sino la paz de quien ha tocado fondo, se ha enfrentado a los dolores más profundos, que en el viaje hacia dentro de sí mismo no ha perdido el camino y ha encontrado el sentido de su vida, de la vida. La paz vulnerable y fuerte, como el junco que se dobla pero no se quiebra. Y la alegría que nada ni nadie puede cambiar porque ha echado raíces en la profundidad del Ser y lo ha convertido, como me dijo un niño, en un foquito de Navidad.