Christian Zurita
QUITO.- Gilberto Gil es un soñador. Dentro de un escenario vuela con el impulso de una máquina de ritmo, a mitad de cualquier interpretación es capaz de sacar un tono agudo, que armoniza con los sonidos acústicos de la orquesta que lo acompaña, luego hace prevalecer la gravedad de su voz en un canto triste que no deja de endulzar.

Fuera del escenario se parece a Bob Dylan porque sus seguidores quieren escucharlo hablar y cantar. Sus argumentos son tan fuertes y globales como la música que compone; cree que el ser humano tiene la capacidad de reconocerse en los otros, entablar diálogos, buscar consensos, vivir en paz. Visión soñadora en tiempos de conflictos globales, racismo y negación del pensamiento plural.

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Pero no se atormenta, a sus 70 años creer es una forma de vida, un comportamiento. “El joven quiere cambiar el mundo, en cambio el viejo sabe que el mundo cambia”.

Su llegada al Ecuador es un suceso, las dos presentaciones que realizó en el Teatro Nacional Sucre de Quito, denominada Concierto de cuerdas y máquinas del ritmo, fue una retrospectiva íntima y ordenada de sus composiciones.

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Su primera canción cuenta cómo la música, la tradicional y más actual, puede fusionarse con los nuevos sistemas tecnológicos.

El programa fijaba cerrar el evento con el tema Andar com fe, muy representativo para explicar sus creencias, porque es la historia de cómo la luz se impone a las tinieblas. Pero la fuerza del público lo empujó a que regalara cuatro canciones más. En esa última tanda interpretó la insigne Chiclete com banana, una irónica, picante y lúdica canción que imagina al Tío Sam vendiendo helados en las playas y bailando en una batucada brasileña.

Desde el palco principal miraba el espectáculo parte de la plana mayor del Gobierno.

Gil es parte de la generación que revolucionó la música del Brasil y que también aportó al pensamiento crítico de la sociedad; representa a esos artistas que miran la cultura como un sistema que impide olvidar la realidad.

En una conversación con pocos medios ecuatorianos recordó sus inicios en la música, su historia es la globalización de los ritmos del norte del Brasil. Comenzó como una paradoja, cuando salió exiliado del país junto a su amigo Caetano Veloso y se radicó en Londres, Inglaterra.

La dimensión del dolor de dejar la casa se confrontó con el mundo musical de los años sesenta, su ejercicio no fue copiar a Occidente, fue más bien difundir su música con el auxilio de nuevos sonidos. Eso se sintió en la interpretación de su tercer tema, uno de los más representativos de su carrera: Domingo no parque.

Su presentación también es un recorrido a manera de homenaje de grandes músicos brasileños como Dorival Caymmi y Antonio Jobin.

Pero asimismo dedica una canción, Up from the Skies, al legendario guitarrista Jimi Hendrix, con quien compartió escenario una semana antes de su muerte.

A Gil le es fácil encadenar su discurso desde la construcción artística con el resto de la sociedad industrial y la tecnológica. Sabe de eso porque ocupó el Ministerio de Cultura de Brasil en el periodo del presidente Lula, en el que promovió la libertad de conocimiento.

“Leo la disputa judicial entre Samsung y Apple, la discusión implica ventajas de desarrollo reales, la liberación de esos códigos es necesaria, no solo sobre música, en los fármacos para luchar contra el sida, es lucha por los derechos que debe discutirse en todas partes”.

No deja de ser crítico con su país, sabe que por su tamaño lidera América Latina y pueden desprenderse actitudes imperiales.

“Los países latinoamericanos le deben recordar a Brasil que no puede ejercer una política que no sea plural y respetuosa, ese diálogo es necesario entre nosotros”, culmina.

Pasan dos horas y el programa de 24 canciones llega a su fin. Los arreglos acústicos hechos a sus tradicionales composiciones denotan que en Gil la mayor constante es el cambio. Por eso su visita al Ecuador sucede en su condición musical e intelectual más madura y global.