CARLOS ICAZA ESTRADA
.- Después de una grabación del ciclo de canciones de Brahms La bella Magelone con el célebre barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau (1925-2012), el pianista ruso Sviatoslav Richter (1915-1997) escribió en su diario que aunque admiraba muchísimo el talento del cantante la insistencia de Dieter en cada vocal y cada consonante se ponía en el camino del libre flujo de la música, y le costaba adaptarme.

A eso se reduce el problema que se podía detectar desde el comienzo de Las variaciones de Giacomo, la ópera de cámara del austriaco Michael Sturminger que se estrenó la noche del pasado jueves en el Teatro Sánchez Aguilar. En ella actúa el conocido actor estadounidense John Malkovich; no suena exagerado decir que es a su nombre que la obra debe su popularidad.

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Escribí “que se podría detectar” porque el problema va más lejos y se vuelve ya casi de otra categoría: Malkovich declama la mayor parte de sus líneas con una obsesión por vocalizar y hacer inteligible y clara cada sílaba, forzando a la orquesta a adaptarse a su tempo y ritmo, que trae a la mente a un campesino caminando en zancos. Pero, a diferencia de Fischer-Dieskau, su grave monótono carece casi en lo absoluto de cualquier cualidad musical, lo que solo añade al conflicto con la orquesta. Aunque Malkovich no cantó mucho (y cuando lo hizo quedó claro que no sabe o no puede), varios de sus monólogos eran con acompañamiento de la orquesta.

El papel de Malkovich como Giacomo Casanova (1725-1798), veneciano multifacético (fue violinista, oficial militar y cofundador de la lotería francesa, entre otras cosas), que se hizo famoso por sus memorias, tiende a los monólogos. El lenguaje elegante pero simple de las arias y dúos tomados de óperas famosas de Mozart como Cosi fan tutte, Las Bodas de Fígaro y Don Giovanni, y que eran cantadas por el barítono Florian Boesch y la soprano Sophie Klussman, contrastaba con el tortuoso de aquel de los fragmentos de las memorias de Casanova, quien las escribió en un francés muy particular (su lengua materna era el italiano), y que Malkovich declamaba en un inglés aparentemente muy fiel al original. Así pues no solo la música, sino también el drama inherente en los sucesos tuvo que cederle terreno a la prosa de Casanova, cuyas descripciones poéticas y lucidos pensamientos –llenos del espíritu de la Iluminación– no se aprestaban a la creación de suspenso, o al desarrollo de la tragedia o comedia.

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Pero cuando Malkovich le cedía el escenario a los solistas y a la orquesta (la Orchester Wiener Akademie, dirigida por Martin Haselböck), el público guayaquileño tuvo el privilegio de escuchar algunas de las más bellas arias, duetos (y en una ocasión) coros de las óperas de Mozart, interpretados con virtuosismo, simpatía y en instrumentos de la época. Así pues no sorprende que el público le dio una larga y fuerte ovación a todos los intérpretes al final de la obra.