La “silueta” de Manhattan cambió radicalmente y, con ella, el mundo entero. Fue el 11 de septiembre del 2001. La caída de las torres del World Trade Center (WTC) ¬otrora epicentro del poder económico de Estados Unidos¬ marcó un antes y un después en las relaciones de la primera superpotencia con el resto de países. Así, ante sus ojos, ese mundo se partió en dos. En los “buenos” y los “malos”. En los que están “con nosotros” y los que están “en contra de nosotros”.
Fue el ataque terrorista más espectacular y catastrófico de toda la historia. El mundo, incrédulo, miraba cómo las emblemáticas torres neoyorquinas se derrumbaban por el impacto de dos aviones, mientras el Pentágono ardía tras ser impactado por un tercero. Un cuarto, que aparentemente iba a impactar en Washington, logró ser derribado por pasajeros.
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El 11-S, con el recrudecimiento de la llamada “guerra contra el terrorismo”, desencadenó invasiones, transformó legislaciones en materia de seguridad y migración, cambió la mirada sobre la comunidad árabe-musulmán, ató las relaciones diplomáticas a una agenda de seguridad y, a la larga, también afectó el poder económico de Estados Unidos, un país que cada vez se fue preocupando más en armarse, defenderse y atacar.
El 11 de septiembre dejó más de 3.000 víctimas, pero, con los años, la lista de muertos se ha ido engrosando. Una década después, casi 100.000 efectivos permanecen en Afganistán y casi 7.500 (entre estadounidenses y aliados) han muerto allí y en Irak, en guerras financiadas por créditos que dejaron a Estados Unidos con las cuentas en rojo.
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Había surgido un “poderoso enemigo”, según el discurso oficial de George W. Bush, presidente de Estados Unidos entre el 2001 y 2009: el terrorismo encarnado en Al Qaeda, la red yihadista liderada por Osama Bin Laden, partidario de una de las ramas más violentas del islamismo. Bush, ante el Congreso, dijo que ningún terrorista volvería a estar seguro en ningún lugar. “Cada nación, en cada región, tiene ahora una decisión que tomar. O están con nosotros o están con los terroristas”.
La promesa sirvió de apoyo a la llamada guerra preventiva, doctrina que consiste en ejecutar acciones armadas para, supuestamente, anticiparse a ataques inminentes. Fue una reacción negativa, opina José Ayala Lasso, exministro de Relaciones Exteriores de Ecuador, pues condujo a una especie de “clasificación” de personas: “buenas” y “malas”. Así se incluyó, dentro del denominado “eje del mal”, a países como Irán, Irak y Corea del Norte.
El 11-S también desencadenó consecuencias jurídicas. En Estados Unidos, el 26 de octubre del 2001, se aprobó la Ley Patriota, que amplió la capacidad de control del Estado y sus agencias de seguridad, al otorgarles más poder de vigilancia sobre delitos de terrorismo.
Casi un mes después de los ataques, las fuerzas militares de Estados Unidos y las de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), con el apoyo de las Naciones Unidas, invadieron Afganistán. ¿El argumento? Un supuesto apoyo de su gobierno a Al-Qaeda. Luego, en marzo del 2003, Estados Unidos invadió Irak y causó el derrocamiento de Saddam Hussein. ¿El motivo? Tener armas de destrucción masiva que nunca fueron halladas.
En un análisis de The Washington Diplomat, una publicación mensual de la comunidad diplomática de Washington, titulada ‘Una década después del 9/11’, se destaca que “en los diez años desde que EE.UU. invadió Afganistán ¬la guerra más larga superando a Vietnam¬ el Congreso ha asignado al menos $ 1.400 millones a Irak y Afganistán, aunque muchos expertos estiman que las dos guerras pueden costar alrededor de $ 3.000 millones, o incluso más, dependiendo de la definición de lo que constituye una guerra”.
Según ‘Los Costos de la Guerra’, un proyecto de investigación del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Watson, en el que se tomaron en cuenta factores como la atención médica a largo plazo de los veteranos y los intereses pagados por el gasto del déficit para financiar conflictos, esta cifra podría ser mínimo de $ 3.700 millones y tan alta como $ 4.400 millones.
Hasta ahora no hay un número exacto de víctimas civiles, pero, según datos de esta misma publicación, se estima que ¬sin contar a estadounidenses y aliados¬ 500 mil personas han muerto en Irak, Afganistán y Pakistán; además, 7,8 millones habrían sido desplazadas.
Las estrategias preventivas no estaban enfiladas solo al ámbito bélico. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas condenó los ataques terroristas del 11-S y, el 28 de septiembre del 2001, la ONU aprobó la resolución 1373, que insta a los estados miembros “a adoptar medidas que permitan reforzar su capacidad jurídica e institucional para combatir las actividades terroristas”.
Algunas de ellas: tipificar como delito la financiación del terrorismo, congelar los fondos de las personas que participen en actos de terrorismo, prohibir el refugio o cualquier tipo de asistencia a terroristas, intercambiar información con otros gobiernos en relación con cualquier grupo que cometa o se proponga actos de terrorismo, cooperar con otros gobiernos a fin de investigar, detectar, arrestar, extraditar y enjuiciar a personas que participen en la comisión de dichos actos.
En el 2005, la resolución 1624 instó a los estados miembros a prohibir por ley la incitación a cometer actos terroristas. La ONU creó un Comité contra el Terrorismo y, a nivel mundial, se alteraron las políticas internacionales, principalmente de seguridad aérea. Tras el 11-S, gobiernos como los de Reino Unido, India, Australia, Francia, Alemania, Indonesia, China, Canadá, Rusia, Pakistán, Jordania y Uganda aprobaron leyes antiterroristas o endurecieron las que ya existían en sus países.
Los atentados del 11-S significaron “el comienzo de una verdadera regresión en la esfera de derechos y libertades”, según la Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIDH). Hay más personas detenidas por terrorismo que hace diez años. Según un recuento de la agencia Associated Press (AP), en esta década se registraron 2.934 arrestos y 2.568 condenas en Estados Unidos, ocho veces más que las registradas en la década previa.
Es conocido el campo de detención de Guantánamo, base estadounidense en Cuba, convertida, según organizaciones de derechos humanos, en un símbolo de los excesos. Sospechosos fueron detenidos como “combatientes ilegales”. Las prácticas en dicho centro ¬criticadas por Amnistía Internacional (AI), la Unión Europea, la ONU y numerosas organizaciones¬ han sido denunciadas reiteradamente, al igual que los abusos contra prisioneros en Abu Ghraib, en Irak.
Pero la seguridad adquirió un papel prioritario en las relaciones bilaterales de Estados Unidos. “No se podía hablar con los norteamericanos sin que sacaran el tema de que hay que implicarse en (las guerras de) Afganistán e Irak y adoptar medidas de seguridad”, señala Javier Valenzuela, director adjunto de diario El País, de España, y excorresponsal del medio en Washington.
Según su lectura, uno de los ejemplos más dramáticos de los efectos de involucrarse en la lucha antiterrorista, “al estilo norteamericano”, se registró en España el 11 de marzo del 2004, cuando terroristas vinculados a la red de Al Qaeda atacaron estaciones de trenes en Madrid.
Para Valenzuela, la interpretación que se hizo del ataque fue que el gobierno, presidido entonces por José María Aznar, involucró a España en la guerra de Irak en contra de la opinión del 90% de los españoles. De ahí que, días después de los atentados del 2004, manifestantes españoles gritaran: “Vuestra guerra, nuestros muertos”. Su posición, según Valenzuela, era que Bush, Aznar y Tony Blair, ex primer ministro británico, “hicieron la guerra, pero los muertos los puso el pueblo”.
Los atentados del 11-S cambiaron también la vida cotidiana de las personas. Para quienes viajaban en avión se incrementaron los controles, las cámaras, los detectores. Se endurecieron las normas de entrada y salida, no solo de Estados Unidos. También en la Unión Europea.
Se aumentó el control para quienes transitan en las calles, especialmente en los estados que promueven la llamada ley de comunidades seguras. Janine Smith, cónsul general de Ecuador en Washington, explica que, si bien su localidad no se ha unido al programa de comunidades seguras, este sí está en vigencia en condados como Virginia y Maryland, donde la policía puede detener a una persona por su situación migratoria a pretexto de una infracción. Y hay sitios como el condado de Prince William, en donde la Policía está prácticamente a la casería y no hace falta que la persona cometa alguna infracción. Puede ser detenida solo por cómo luce.
Para Valenzuela, quien también fue corresponsal de El País en Líbano y Marruecos, el 11-S acentuó los prejuicios contra el islam en América y Europa, con culturas generalmente de origen cristiano que, de por sí, ya manejaban estereotipos. Se produjo una “caricatura” del musulmán, al que se empezó a ver como un “terrorista en potencia”.
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ordenó la operación de las fuerzas especiales Navy Seals que, el 2 de mayo pasado, mató a Bin Laden en Pakistán. Diez años después de sus ataques, y a pesar de su muerte, las secuelas persisten.