Julio Pazos Barrera es el poeta, el cocinero, el profesor, el hijo, el padre o el esposo; y para cada etapa de su vida siempre tiene una buena historia que contar, con su voz serena. Por eso es casi imposible centrar una conversación únicamente en su reciente obra, que en este caso es el poemario Escritos de cordel, o la gastronomía, una de sus mayores pasiones. Tras su jubilación como catedrático de la Universidad Católica del Ecuador en Quito, hace varios meses, este escritor tungurahuense, nacido en Baños, confiesa que tiene más tiempo para la lectura y escritura. Además de poder estar pendiente de un pequeño pero acogedor restaurante en el sector de La Floresta, El Ajicero, que ha sido el sitio donde ha “confeccionado” varios platos de la comida tradicional ecuatoriana.

¿Por qué escogió ese título?
Hace años, muchas personas no sabían leer, entonces se escribía textos en carteles, se los presentaba en las plazas al público y hasta se hacía un gráfico para que puedan entender. A cambio las personas daban unas monedas y eso se llamó literatura de cordel. Entonces creí que estos textos del libro eran como aquellos. Esos poemas estaban sueltos y pensé que podía ponerlos en un cordel para la lectura de quien tenga la paciencia de leer.

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¿Con qué criterio escogió los poemas del libro?
Lo primero es decir que en la poesía lírica siempre hay una motivación que nace en la vida real. En este caso los poemas que leí, corregí y escribí son evocaciones a situaciones que, para mí, tuvieron mucho significado. El primer poema se llama Fatiga y recoge experiencias de mi infancia cuando empecé a ir al cine. En la década de 1950 los thrillers que se mostraban antes de la película tenían mucha información sobre los campos de concentración judíos o las explosiones en Hiroshima y Nagasaki, imágenes fuertes que marcaron mi generación. Fatiga trata sobre los campos de concentración.

¿Cómo marcó la guerra a su generación?
Cuando viene la posguerra hay en el mundo occidental un sentimiento de desesperanza y se puso de moda el existencialismo y, los que leíamos en esa época, estábamos al tanto de lo que significaba esa filosofía que por momentos nos cuestionaba si vale o no la pena vivir.

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¿Esa desesperanza hizo que usted vista completamente de negro en la juventud?
Aunque para el existencialismo el negro era el color distintivo, esa decisión era más bien muy personal. En mi caso, el acercamiento con el existencialismo lo tuve mucho más joven porque empecé el hábito de leer con El árbol del bien y del mal, de Medardo Ángel Silva, que influyó mucho en mi adolescencia. Luego superé esa idea de la vida y la muerte tan temprana y acepté vivir, recobré la esperanza a pesar de un mundo tan complicado.

¿Cuándo empezó a escribir?
Comencé muy joven y muchos textos ni siquiera conservo. El primero que sí se conservo y se publicó fue un librito que se llamó Plegaria azul. Mi profesor de Didáctica de la Música, León Vieira, que aún vive en Guayaquil, se entusiasmó y él mismo corrigió, editó e hizo la portada del libro. Yo estudiaba en un colegio normalista y entonces terminaba quinto curso. Y desde ahí he escrito por más de 45 años.

Quiso estudiar Periodismo, ¿por qué no lo hizo?
Recuerdo que fue en la primera dictadura militar y cuando vine la Universidad Central estaba cerrada. Entonces unos parientes me dijeron que averiguara en la Universidad Católica. Ahí no había Periodismo, sino Ciencias de la Educación con especialidad en Literatura y eso seguí, y me quedé como docente hasta la jubilación.

Jubilación que llegó a finales del año pasado, ¿cómo ha cambiado eso su vida?
Hay hábitos como la lectura y escritura que los mantengo. Cuando era profesor escribía a las tres de la tarde y leía hasta altas horas de la noche y eso no ha cambiado y no tiene por qué hacerlo. No soy una persona que pueda tener otra actividad como empezar a subir montañas, por lo tanto seguiré haciendo lo que sé hasta cuando me sea posible.

¿A más de la literatura, qué otras cosas le apasionan hacer?
Soy un gran visitante de museos y en todos los viajes que he realizado siempre he pensado más en los museos que en las playas. Aparte de eso, especialmente los fines de semana, me dedico pocas horas a cocinar. A propósito, hay amigos que me invitan a comer con recelo porque piensan que los voy a criticar y otros que ya ni me invitan, pero están engañados (ríe).