El 17 de junio del 2004, Davit Harutyunyan declaró a la periodista Bertha Díaz: “Dentro de dos años esto será fabuloso”. Le hice entonces riéndome la acotación: “Será tal vez cuando esta orquesta toque Bruckner”. Lo dije con mucho escepticismo, pero cuando Davit presentó la Quinta de Mahler, supe que el desafío estaba en su punto. Las cuerdas eran una seda.

Hablaré en otro artículo de Vanessa Aguado, soprano que abrió el concierto. Quiero concentrarme en la evolución de nuestra orquesta a la que no pude seguir desde su creación por obvias razones pues nació oficialmente en 1949 y era adscrita a la Casa de la Cultura, mas Pérez Pimentel cuenta que Angelo Negri presentó un grupo de 23 músicos en el Teatro Nueve de Octubre y ofreció durante años las más famosas óperas.

Publicidad

Rodolfo me contó una noche que en la década de los treinta, Mercedes Arzube de Roca, de quien fui amigo, había interpretado el Concierto de Grieg con la Orquesta del Círculo musical Guayaquil.

Del repertorio del maestro Barniol, al que pude escuchar en los sesenta, recuerdo la suite La Arlesiana, valses de Strauss, la obertura Caballería ligera, la Sinfonía inconclusa de Schubert con tan solo dos violonchelos (detalle pintoresco pues la introducción exige por lo menos unos cinco).

Publicidad

Cuando la señora Evelina Cucalón de F. en el 2002 anunció con contagioso entusiasmo a la prensa que había contratado al maestro armenio Davit Harutyunyan, nunca imaginamos que la orquesta emprendería semejante vuelo.

Cuando falleció doña Evelina, la agrupación orquestal había llegado a tener casi setenta músicos. La labor silenciosa, desprendida de ella (trabajó sin sueldo) fue decisiva a través de la Fundación Sinfónica.

Actualmente la orquesta se volvió orgullo nuestro. Debemos apoyarla, asistir a los conciertos gratuitos que son deleite para los melómanos. La última presentación incluyó la primera sinfonía de Bruckner. Fueron muy exitosas las interpretaciones de la Novena de Beethoven, del Réquiem de Mozart, el Festival Julio Jaramillo.

La orquesta que estrenó la primera sinfonía de Bruckner, bajo la dirección de su compositor en 1868, contaba con 21 instrumentos de cuerdas (nuestra orquesta ya tiene casi 50). Desde el momento en que Davit levantó la batuta, sentí la emoción de presenciar algo especial.

Trotó por mi cabeza la melodía tan pegajosa del primer movimiento. Me arrobó el emotivo adagio, aprecié el canto del oboe, del clarinete sobre fondo manso de cuerdas, me volvió a sorprender el frenético, casi salvaje scherzo afín a la faceta tétrica que una vez adoptó Saint Saëns en su Danza macabra o Liszt en su Totentantz. El final fue brillante. Davit lo vivió, dosificó los tramos de fortissimos como había domesticado los pianísimos del adagio, transmitió su fuerza a los músicos, dirigió con claridad, energía, se entregó como nunca.

Leí de repente sonrisas felices en el rostro de dos mujeres chelistas porque hubo cohesión, empatía. Sé que pronto Davit querrá ofrecernos la Novena de Bruckner. Por lo pronto espero con impaciencia, en el próximo concierto, aquel magistral alegro que pone a prueba de fuego a las maderas y al resto de la orquesta.

Lo de Bruckner fue un gran concierto como lo había sido el de Mahler. ¿Davit aceptaría ahora las proezas de Prokofiev, el desafío apocalíptico de Penderecki (Hiroshima o quizás la trastornadora Sinfonía Nº 3 con su celestial adagio, su enloquecedor último movimiento de una sola nota tan obstinada)?