Es lógico, normal y por demás sensato que todo ser humano defienda su trabajo, sea este de relación de dependencia o un oficio que a más de ejercerlo con agrado le represente una buena entrada para su sustento y el de su familia.

Pero a través de la historia e incluso lo hemos comprobado quienes vivimos la transición de un siglo a otro, que algunos oficios o profesiones tuvieron que sucumbir con el avance de la tecnología, de la ciencia, de la incorporación de nuevos instrumentos en muchos órdenes de la vida que abarataron la mano de obra, hubo más agilidad en el trabajo y por consiguiente, el tiempo empleado en la consecución de las obras, operaciones, proyectos fue inmensamente corto en comparación a como se lo hacía antes, pues demandaba más personal, un mayor esfuerzo y demora.

Así podemos citar algunos casos: en medicina, por ejemplo, hoy se interviene quirúrgicamente de manera distinta a como se lo hacía a principios y mediados del siglo XX. Cuando se implantó el alcantarillado se quedaron sin trabajo los bacineros; vino el automóvil, y las caballerizas con los herreros desaparecieron; llegó el plástico, y no hubo más los soldadores ambulantes que tapaban los huecos en los utensilios de hierro enlozado; se inventó el avión y disminuyeron los viajes de pasajeros por barco; vinieron las cocinas a gas, y adiós a los carboneros, que vendían el producto en carretillas; el linotipo, el papel carbón, el papel secante, y con la llegada de los ordenadores otros implementos de oficina que optimizaron nuestra labor, como por ejemplo, al enmendar nuestros errores, hasta los pizarrones y las tizas, y así un largo etcétera.

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Pero, me dirán, por qué tanto prolegómeno. Es que si nos remontamos a siglos pasados podemos advertir que la humanidad con la madurez crítica y conceptual que se adquiere con el pasar del tiempo ha ido evolucionando en su pensamiento, en su accionar, a veces en su propio bien, pero en otras a su detrimento. Entre las primeras podríamos mencionar una de las ancestrales: los juegos públicos de la antigua Roma, en la que se enfrentaban los gladiadores, o con un animal feroz, se sacrificaba asimismo a los primeros cristianos para solaz de los lascivos emperadores romanos; la abolición de la esclavitud, el respeto a los derechos humanos, la igualdad de género, conquistas laborales; en las segundas, el caso más patente y bochornoso del siglo pasado: la del Holocausto. Y aún queda el resabio de estos espectáculos por demás atroces: la corrida de toros. Abstrayéndome de mi muy cercano ancestro español, no comparto el gusto por las corridas de toros, a las que considero una diversión atroz que se solaza en el sufrimiento de un animal que no por su corpulencia y aparente ferocidad deja de sufrir por el acoso al que es sometido. Basta observar la expresión del animal, desosegado, porque las banderillas le laceran su lomo que sangra profusamente para comprender su estado de impotencia por el acoso al que tiene que reaccionar como cualquier ser viviente ante una amenaza semejante. Qué tal si revertimos el caso y en vez de al toro embanderillamos a los toreros. ¿Ustedes creen que ellos aguantarían tanta crueldad? ¿Serían lo suficientemente machos para hacerlo? Por Dios, por qué hostigar así a un animal.

Y ahora que invoco al Todopoderoso, resulta irónico que la “fiesta taurina” de Quito se llame Jesús del Gran Poder, en un coso donde se masacra indolentemente a un animal. ¿Jesús lo permitiría? Y a propósito de la capital, cuya población, en su mayoría, es india, y que como según invocan muchos ecuatorianos los españoles con la Conquista arrasaron con su cultura e impusieron la de ellos, ¿no sería ya tiempo para que acogiéndose al tan mencionado nacionalismo erradiquen costumbres extranjeras que no van con su idiosincrasia? Si insisten en continuar con los toros, ¿por qué no se implantan aquellos juegos taurinos minoicos, en que los cretenses hacían verdaderas piruetas ante los toros, agarrándose de sus astas y haciendo volantines pero sin molestar mayormente al animal, y es más, ahí sí los llamados toreros demostrarían su valor y coraje?

Patricia Vélez S. vda. de Ledesma,
abogada, Guayaquil