Álex Aguinaga pisó suelo mexicano en 1989. Los pequeños ojos del ecuatoriano se abrían ante un mundo que desde su país se observaba muy lejano. Dejó con cuidado su maleta y esperó a la gente de Televisa, ese consorcio monopolizador del balompié azteca que le había hecho la gran promesa de ponerlo en las Águilas del América.

Muchos años antes, un moreno delantero había llegado casi en las mismas circunstancias. Triunfó en México y su estela alcanzó alturas ilimitadas al salir campeón con el Toluca en 1975, máximo goleador de ese equipo (18 tantos) y recibir el premio Citlalli al mejor jugador de la temporada. Era Ítalo Estupiñán, un caballero en la cancha que sin embargo, hacía rabiar a los defensas por su zancada milagrosa para acabar los partidos, casi siempre, con goles inverosímiles.

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Estupiñán pasó al América de manera gloriosa y resultó que también conoció los campeonatos ahí (la Copa Interamericana de 1978, ante Boca Jrs).

Luego, un inmenso bache oscuro. Era como si México no tomara en cuenta jamás a Ecuador para reforzar a sus equipos. Siendo este, el fútbol azteca, una veta inagotable de oro, se decidían por el deslumbramiento de los argentinos o brasileños; quizá, de vez en cuando, por los uruguayos.

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En medio de ese barco sin velas se contrató a Carlos Torres Garcés (1976). Lo hizo el Toluca, pero no le resultó como el Gato Salvaje Estupiñán.

No bastaba la honestidad y la fe, tampoco la buena educación. El fútbol de Ecuador pasaba de largo entre los directivos mexicanos hasta el momento en que Aguinaga reescribió el guión que dejó Estupiñán casi diez años después.

Desecharon su talento en el América, que más tarde haría todo por arrebatárselo al Necaxa, equipo al que lo mandó de manera inmediata, sin consultarlo, porque ya tenía cubierto su cupo de extranjeros. La gran afrenta para Álex fue sin embargo, un enorme reto y la venganza cumplida.

La caballerosidad de Aguinaga rayaba con la calidad de Estupiñán. Un mar de años que se volvía un arroyo diáfano de luz. Álex Aguinaga no solo fue uno de los hombres que pondría a Ecuador en su primera Copa del Mundo, en el 2002, sino que junto a Iván Hurtado, recuperaron en el medio azteca el prestigio de un país que de paso, había brindado el inicio alentador para México en la Copa América de 1993.

Aún retumba el gol de Ramón Ramírez a Ecuador, en Quito, en medio de una tormenta en las semifinales de ese torneo (México ganó 2-0).

Los ojos volvieron a encontrarse, las bocas hicieron simetría y se recuperó, poco a poco, la confianza.

El pacto entre caballeros se sustentó con al menos once contrataciones en una década con magros resultados, a pesar de la buena voluntad. Francisco Gómez Portocarrero, Iván Kaviedes, Eduardo Hurtado, Édison Méndez. Todos ellos debían haber reconvenido a la historia por medio de la providencia y agrandaron en vez de eso, la herida. Fueron muy poco para tan buen pasado.

Aguinaga, Estupiñán e Iván Hurtado, como los primeros grandes mosqueteros, continuaron, aún fuera de las canchas, labrando una buena propiedad en nombre del futbolista ecuatoriano en México.

El primer espada vino más tarde. Christian Benítez es un revolucionario en un balompié azteca que a veces peca de lento y abusa del espasmo. En toda esa dimensión detenida, arranca siempre como un tren expreso tirando humo y rivales. Su vuelta de Europa lo ha dejado más fornido, saliéndose del molde de sus antepasados, salvo con algunas propiedades de parentesco físico con Bam Bam Hurtado.

Revalorado el futbolista ecuatoriano, se asienta un romance que rara vez quedará marginado. México confía de nuevo en Ecuador y este brinda alhajas exquisitas por su fisonomía tan asombrosa. Pocos archivos existen pero palpitantes, inmejorables, imperecederos.