Controversia, teatralidad, sexo y religión. Un coctel servido en unos conos de Jean Paul Gaultier que hace veinte años forjó la corona de Madonna como Reina del Pop en una gira que revolucionó el mundo: el Blond Ambition Tour.

La “ambición rubia” aterrizaba en Estados Unidos el 4 de mayo de 1990 en Houston (Texas) tras un paso en plena estación de lluvias por Japón y dispuesta a azotar a las audiencias: la epifanía de una nueva Madonna, todavía más provocadora y extravagante, estaba por llegar.

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Culminar Like a Virgin con un orgasmo al grito de “¡God!” (Dios) que daba pie a la redención en una catedral con Like a Prayer, o imponer a unos musculados obreros al poder de un corsé y de unos conos rosas cantando Express Yourself, eran algunas de las provocaciones lanzadas con alevosía por la artista.

Pero su mayor transgresión era la de alzarse como la mayor estrella de la música con una voz en vivo por momentos ruborizante. Detrás del golpe de efecto, nadie pudo negarle una pericia técnica espectacular. Debajo de su piel de diva, Madonna era una curranta (trabajadora) nata.

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Esas eran y son las verdaderas claves de su éxito y la música, un mero hilo argumental para la construcción de su ícono. Pero el Blond Ambition Tour coincidió con uno de sus momentos musicalmente más fértiles y la sociedad de final de siglo todavía mantenía la suficiente inocencia como para sucumbir a la controversia.

Después de siete años de carrera, Madonna había acumulado experiencia, fama y repertorio para deslumbrar. Había exprimido el todavía neonato videoclip, estaba en el número uno en medio mundo con Vogue, tenía el respeto de un disco como Like a Prayer y se preparaba para asaltar las taquillas con Dick Tracy.

Esta película, además, la había unido sentimentalmente a Warren Beatty, por lo que Madonna en aquel verano de 1990 era simplemente la mujer más famosa del mundo. Una diosa omnipresente y heterodoxa de 32 años.

“Mi espectáculo no es un concierto de rock convencional, sino una representación teatral de mi música. Y, como el teatro crea preguntas, provoca pensamientos y lleva al público a un viaje emocional que retrata el bien y el mal, la luz y la oscuridad, el goce y el dolor, la redención y la salvación”, explicó ella misma.

Sin embargo, tras desafiar a la policía en Toronto (Canadá) bajo la acusación de escándalo público, finalmente la Iglesia católica pudo con ella y tuvo que cancelar dos conciertos en Roma. De sangre italiana y educación católica, la cantante contraatacó: “Si el Papa quiere ver uno de mis conciertos, que pague como todo el mundo”.

El espectáculo en sí era impecable: con dirección artística de su hermano Christopher Ciccone –quien luego escribiría una poco fraternal biografía de Madonna–, la cantante repasaba los grandes éxitos de su carrera a la vez que mostraba su forma física casi sobrehumana en intensos números de baile e innumerables cambios de vestuario.

Todo ello con un elemento en común: el vestuario de Jean Paul Gaultier, quien reconoció haber necesitado un bote de aspirinas para engalanar a la que desde entonces sería una de sus musas de referencia.

El tour llegó a Europa el 30 de junio visitando Suecia, España y Francia.

Cuando acabó la gira, Madonna confesó que sentía, con razón, un gran vacío. Aun dentro de su incombustible olfato para permanecer en lo más alto, la hazaña sería difícil de repetir.