Cecilia Ansaldo Briones
Dentro del panorama del libro y la lectura siempre he salido por los fueros de la literatura del Ecuador. Hay lectores que tienen un displicente concepto sobre ella, pero en breve conversación exploradora percibo que se trata de desconocimiento, de falta de curiosidad y de la inveterada actitud de desvalorizar lo nacional. Y no es que de manera ciega defienda la calidad de las obras que salen de pluma ecuatoriana. Es obvio que no todo lo que brilla es oro, que cierta falta de vuelo parece mantener a mucha de nuestra narrativa apegada a sus tradiciones, a imágenes y problemas repetidos (esa juventud confundida, metida en drogas y sexo, deambulando y quejándose del sinsentido de la vida), sin embargo con ello y pese a ello, hay piezas que merecen ser leídas e impulsadas.
Carolina Andrade presentó su primera incursión en la novela –aunque breve– luego de tres libros de cuentos. Tradicional camino de los narradores que avanzan con paso cauto en la medida en que conciben y plasman un mundo propio, encuentran sus obsesiones más frecuentes y dominan una manera de contar. En esos cuentos se dio de bruces con la muerte, captó muchos matices del orbe de las mujeres, pero con ironía y sin resentimiento, hasta canalizó su experiencia de periodista de oficio. Soy admiradora apasionada de Revista y revuelta (2003), esa colección orgánica concebida como un magazine y con historias independientes entre sí.
Cuando llegó a Frágiles, novela corta del año pasado, también tenía un concepto redondo: una teoría sobre la fragilidad de la composición psicológica de los seres humanos, tanto que la metáfora de la composición del vidrio se mantiene durante todo el relato. Es esta una novela de evocación y al mismo tiempo de topografía latinoamericana. Ecuador y Chile comparten hechos próximos en la figura de sus protagonistas –una guayaquileña y un chileno que son amigos de niñez feliz y amantes accidentales en la juventud– y a pesar de que prima lo personal sobre lo colectivo (no podría ser de otra manera en una novela) en el telón de fondo sacan su rostro desde mayo del 68, pasando por la caída de Allende y llegando el velado rostro de un país “a quien la prensa internacional no toma en cuenta”, nuestro pobre Ecuador.
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Los personajes tienen su encanto singular. Una mujer que pasa por el drama de los ochenta: ser ella o ser esposa; un calculista que no tiene interés en el amor y cuando se enamora claudica hasta el punto de abandonar Nueva York para “hundirse” en la mediocridad de Guayaquil. Lo novedoso es que un intercambio de e-mails dibuja el tono comunicativo en que se profundiza la relación y ellos se revelan sus facetas.
La historia parece optar por un punto medio entre el peso de la tradición y la necesidad de romperla. La pareja se casa dentro del rito habitual porque la familia no puede prescindir de ello, pero se convierte en una más del pequeño grupo de amigos “sin puesto” social, desarticulados del medio. Tienen hijos, trabajan, ganan dinero, pero “no salen en la foto”, es decir, no representan a los modelos de éxito y poder o de pobreza y marginación, los dos grandes polos del país.
La novela daba para mucho más. “Me resulta inacabada”, le dije personalmente a la autora; se quedan en germen, apretadas entre sus páginas algunas líneas de desarrollo. Pero este criterio es muy personal, tal vez invasor de las decisiones de Andrade. Me corresponde decirlo, así como aplaudir un libro que nos ayuda a pensarnos dentro de su tesis –la fragilidad humana– y de nuestro contexto latinoamericano.