Uno llega al auditorio del ITAE, en la planta baja del inmenso Centro Cívico, y es imposible desvincularse de todos los sueños –no, pesadillas– y sombras de memorias funestas que se esconden en los interminables corredores circulares, más o menos como en El Fantasma de la Ópera. Tantos proyectos y administraciones superpuestas durante décadas, tantos trabajos inacabados de toda índole, encarnando físicamente esa tragedia cultural ligada a una ciudad –y a un país– que ha sido injusta y dolorosamente insensible a la actividad teatral.