La nueva temporada de ‘¿Quién quiere ser millonario?’ ofrece más de lo mismo. La franquicia internacional obliga a que la producción calque al pie de la letra todo lo relacionado con la escenografía, reglas de juego y demás. La única excepción es el monto por ganar, el cual varía en los distintos países en los que se exhibe este programa.

Lo más rescatable es que subieron el premio mayor de 25.000 a 50.000 dólares, cantidad irrisoria si se considera lo que otras versiones internacionales ofrecen a sus concursantes por llegar a la parte final de este concurso televisivo. De por sí, el término “millonario” se encuentra desubicado en este espacio, especialmente en un país cuando la cantidad en cuestión se hace más pequeña con el paso de los días.

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Alfonso Espinosa de los Monteros se mantiene al frente de este barco que carece de emociones y momentos de suspenso. Pero no podemos decir que el anfitrión no lo intenta. Utilizando el truco más viejo de este formato, invoca una pausa comercial con cargas mínimas de adrenalina, cuando el concursante enuncia su respuesta definitoria. Esto se vuelve en una simple excusa para que el televidente vaya al baño.

La parte más débil del programa viene del aporte humano. Las versiones internacionales tienen al conductor como a un apoyo, alguien que maneja el programa utilizando las destrezas y bondades de los concursantes. Son estos quienes deberían de convertir a este espacio en algo más que un simple juego y llevarlo a una experiencia emocional.

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Siempre recuerdo disfrutar de la versión americana cuando Regis Philbin era el maestro de ceremonias. Uno que otro comentario irónico lo sacaba de su rutina, mientras peleaba por recuperar el protagonismo perdido. Los concursantes eran personas con una historia detrás, muchas veces vidas bañadas en drama, deudas y un futuro incierto. Ese presentador era experto en sacar todas esas emociones para los millones de estadounidenses que sintonizaban sus primeras emisiones.

En el caso nacional, los participantes no tienen historias que contar, no son interesantes y más aún… son concursantes aburridos. Hacen de un programa, que debería de estar cargado de suspenso y no necesariamente de urgencia, en un ejercicio monótono, donde el televidente busca el zapping como una opción momentánea, hasta que el invitado decida dejar de hablar desproporcionadas sandeces por hacerse pasar por una persona letrada.

Es justamente en el clásico juego de preguntas y respuestas donde el telespectador obtiene la mayor recompensa. Muchas de las situaciones expuestas se extraen de la frustración que muchos tenemos cuando los concursantes no conocen la respuesta de alguna de las preguntas, especialmente las más sencillas. Creo que existe cierto grado de satisfacción en el momento en que uno de los participantes acierta y también cuando se equivoca. En una reciente emisión, por ejemplo, no podía comprender el grado de ignorancia, cuando ciertos concursantes erraron el orden de eventos de la historia mundial. Esta acción, realizada para conocer quién será el elegido para el juego principal, ubicaba  la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo entre la Primera Guerra Mundial y la llegada del hombre a la Luna.

Aunque se me puede refutar fácilmente que este desliz del conocimiento ocurre por la presión de estar en televisión y por tener que luchar contra el tiempo, no se puede negar que provoca un par de carcajadas maliciosas. Nosotros somos uno de los nueve países que aún transmiten esta franquicia. En su momento de apogeo fue producido para alrededor de 70 países. Para variar, seguimos recibiendo las sobras del éxito, lo desechado y reutilizado. Como helicópteros y aviones de combate de ejércitos sin nombre, terminamos reciclando lo reciclado para ver si nos ahorramos un par de dolaritos. Con esto en mente llego a la conclusión que no quiero ser millonario.

(*) Domingos, a las 20:00, por Ecuavisa.