La poética del Festival Internacional de Artes Escénicas de Guayaquil, en donde se pudo ver y confrontar diversas expresiones teatrales, además fue un escenario para que el pensamiento encontrara en la subjetividad, su mejor recurso de amparo.
Porque lo que el teatro necesita ahora –se expresó cada mañana en los talleres de desmontaje para analizar las obras de la noche anterior– es imponer una separación soberana entre la realidad que se recrea y la pila de agua bendita, donde se empapan los catecismos contemporáneos. No sirve pedirle a ninguna sociedad o corporación que inscriba en sus estatutos la obligación de la grandeza.
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Solo nos puede guiar la convicción de que, hoy más que nunca, el teatro, en la medida en que se piensa, no es un dato de la cultura sino del arte. El público va al teatro para ser sorprendido y no sale de la sala “cultivado”, sino aturdido, ensimismado. No encontró, ni siquiera en la risa más enorme, con qué satisfacerse. Encontró ideas de las que a lo mejor no sospechaba la existencia. Porque, en su vital fragilidad, es el público el que completa la idea en la contingencia de la confrontación y el disfrute.
No existe un héroe liberador del teatro que busque para nada la moralidad.
Al contrario, hubo una relectura diaria, a partir de los espectáculos, para que el teatro pudiera encontrar su función de siempre: hacer estallar la inteligencia crítica de un público sin fronteras y sin atavismos. En ese sentido, el teatro debe pensarse como una ordalía de la convicción, una fiesta del pensamiento, porque es el acto creativo más próximo a lo efímero y a la eternidad de un instante.
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Y para concluir este nuevo encuentro de las artes escénicas, la poesía ocupó su sitio con el espectáculo Hnuy Illa (Cuídate para siempre), del grupo vascos Kukai-tant taka teatro. La musicalización de la imagen y la disolución de la palabra en movimiento y en cuerpo solo pudieron conmover al público. El drama de las formas bellas y la dimensión plástica y sonora nos remiten a lo sencillo y profundo, basado siempre en la música –significante de las voces que caen del cielo como la lluvia, que nos alejan de la simple evidencia, que se concentran en una sílaba o una frase, sin dejar por ello de existir en ningún caso–.
El espléndido diseño de iluminación también fue parte de la poesía del escritor Joseba Sarrionandia, junto con las canciones compuestas para esta obra por Iñaki Salvador. Una escenografía virtual nos ubica en la excitación de una calle llena de transeúntes, en una habitación para el socorro de los amantes, en el exilio del miedo y de la existencia, en “las cosas más hermosas que podrían ser y que a veces no son”, o junto a una ventana que puede hacernos perder la cabeza. Lo bello es lo inesperado, lo subrayó alguna vez Aragón.