Disney tiene patentada la fórmula de producir magia en la pantalla grande. Con sus últimas producciones parecía haberla perdido con Beverly Hills Chihuahua o cedido a Pixar. Pero Tinkerbell me cierra la boca. Disney es simplemente Disney a la hora de nombrar el cinematógrafo como sinónimo de magia.
Definitivamente no es una película para que la disfruten los adultos. El público que permanecerá cautivo con su sencilla historia son las niñas en la etapa “preprincesas”. A mi juicio, dura lo justo para la edad de su público destinatario, para que la historia se desarrolle de manera óptima y completa.
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La historia es muy simple, nada para resolver en casa y nada para explicarles a las pequeñas después de la función. ¿Moraleja? Siempre en Disney. Pero, más allá de la moraleja, la cinta se esmera por dejar claras algunas cosas como: la película desarrolla una aventura en la que el progreso personal en pos del beneficio de la comunidad es la clave para contrarrestar la envidia, el engreimiento, la deshonestidad, los celos.
La idea de que el conformismo debe desterrarse y de que la discriminación genera problemas cruza cada una de las escenas de Tinkerbell. Desde sus apartados técnicos la obra es maravillosamente perfecta en la estética de la animación. Un colorido magnífico y una fotografía impecable. Los escenarios y territorios recorridos por la simpática hada tienen una estructura creíble e impecable. De otro lado, la inocencia de Tinkerbell tiene un trasfondo que un ojo adulto podrá distinguir, a diferencia de los más pequeñitos: en el mundo de las hadas, que esta vez es multicultural, habría que distinguir cuál de ellas es el prototipo más perfecto de una sex symbol.
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Campanita, el personaje de Peter Pan, obra que se estrenó en 1953, el hada de atuendos dulces, está muy lejos de la actual Tinkerbell; la pregunta es si estamos ante una desmitificación o frente a desvirtuar la idea de la dulzura, de cara a la modernidad.