Cecilia Ansaldo Briones
Por razones de estudio me dio por indagar sobre la existencia de lo que la Iglesia católica llamó Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum, o Índice de libros prohibidos. Como hace décadas las noticias se expandían con lentitud, estudiaba mi carrera universitaria cuando se hizo general el dato de que la lista prohibida había sido anulada por el pontífice Paulo VI. ¿Cómo hicieron las promociones anteriores a la mía dentro de una carrera de letras, me pregunto ahora, si recién en 1966 dejó de ser pecado leer toda la obra de Balzac y de Zola?

La pregunta se responde por sí misma. Deben de haber caído en la falta –venial, me imagino– porque el estudio de esos dos grandes escritores franceses, a la hora de analizar la novela realista del siglo XIX, es irrenunciable. Vale la mención de un hecho histórico y cultural que dominó el horizonte de los católicos desde 1559, al momento de pensar en la libertad de las conciencias. En una libertad que se concreta en el territorio exclusivo de la elección de las lecturas, sea por estudio –como en el caso de construir una profesión–, sea por el sano y nunca suficientemente elogiado placer de leer.

Entender el pasado exige una madurez a veces difícil de conseguir. Lo afirmo pensando en la indispensable perspectiva de ver los hechos en su contexto y horizonte ideológico. Qué habría sido de la filosofía, de la ciencia y del progreso en general, si los dóciles creyentes se hubieran atenido a las prohibiciones. En el Índex figuraron obras de Descartes, de Hume, de Hobbes; naturalmente, la obra que llevó a la hoguera a Giordano Bruno, la de Kepler por apoyar la teoría copernicana. Los amores adulterinos de Madame Bovary constituyeron atentado contra la moral, el oportunismo político de Julián Sorel, protagonista de Rojo y Negro de Stendhal, también se mereció la condena. Desconozco la razón por la cual, nada menos que una obra de la doctora de Ávila –llamada así por su sabiduría–, Santa Teresa, también fue tachada.

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Cualquiera diría que prohibir la lectura de la desenfrenada búsqueda del placer del Marqués de Sade, resulta bastante obvio si es que no se confiara en que a la mente adulta nadie puede ponerle cortapisas. Que quien concibe al ser humano libre lo ve tomar sus propias decisiones, aunque estas lo conduzcan al error. O que al Lazarillo de Tormes –novela tan crítica con los clérigos corruptos– figurara en la nefanda lista porque la crítica no ha sido de gusto de quienes detentan cualquier clase de poder. Autores del siglo XX como Andre Gide y Jean Paul Sartre fueron los últimos en ser incluidos ya que el ejercicio de la censura se detuvo en la edición de 1948.

En tiempos en que los pueblos parecen apoyar a autoridades de tintes dictatoriales, cuando unos pocos vuelven a creer que conocen las necesidades de la mayoría, cuando el desarrollo del espíritu se posterga y se acorrala como demanda menor, estos referentes del pasado son aleccionadores. La democracia no puede ser la justificación del tratamiento despótico a quien piensa distinto. O los votos conseguidos en las urnas no explican el sentir y pensar de cada ciudadano. Una sociedad que no respeta el puesto de la disidencia, del pensamiento opuesto y de la amplia vivencia de lo diferente, se niega a sí misma la capacidad de continuar, evolutivamente, el decurso de la historia. Lo retrasa. Hace infelices a quienes, en ejercicio de su inteligencia, han llegado a nuevas conclusiones.