Inolvidable clásico del cine japonés dirigido por el maestro Akira Kurosawa. Cuenta la historia del pequeño pueblo asolado periódicamente por bandoleros, que decide contratar a un grupo de samuráis para que lo protejan. Mientras los guerreros se preparan para el combate, los aldeanos los tratan como apestados a quienes se paga por el oficio de la guerra y pertenecientes por ello a una clase social y moral inferior: son los que se encargarán del trabajo sucio que los pobladores no quieren o no pueden asumir. Cuando llegan noticias de la cercanía de los bandidos, el líder de los samuráis, interpretado por Toshiro Mifune, enfrenta a los aldeanos y les enrostra su actitud hipócrita y cobarde, desafiándolos a entrenarse para apoyar a los guerreros, luchar por su libertad y vencer juntos a los invasores.
Los campesinos responden y todos libran finalmente a la aldea de sus enemigos.
Hollywood recreó la historia en los años sesenta ubicándola en el oeste norteamericano y la llamó 'Los siete magníficos'. El título cobra actualidad cuando el presidente Correa ha llamado así a los nuevos comandantes de la Policía Civil Nacional, encargados de la difícil tarea de revertir la estampida criminal que el actual Ministro de Gobierno ha decidido enfrentar, y que su antecesor jamás "percibió". Si el apelativo que utilizó el Presidente tiene connotaciones heroicas, vayamos más allá del piropo y mediante la moraleja de Kurosawa interroguémonos por la relación de la sociedad ecuatoriana con su policía, la institución que tiene la consigna de "proteger y servir". ¿a quién?
"Este es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo", es una desgastada línea del cine norteamericano. El cliché nos orienta respecto a lo que proyectamos los ciudadanos "decentes" en nuestra desprestigiada policía: las habituales imágenes de corrupción, arbitrariedad, ineptitud, desvalorización social e intelectual, persecución, tortura, servidumbre al gobernante de turno, descoordinación con el poder judicial, subordinación a las fuerzas armadas y otros rasgos igualmente devaluados forman parte de los caracteres que el público atribuye a su policía en nuestro país y en otros lugares. Ni la evidencia de los policías caídos en cumplimiento del deber desarticula un prejuicio que se funda en hechos aislados y verificados, pero que sobre todo se sostiene en el uso que los gobiernos han hecho de la institución policial para afirmar su poder, alejándola de sus fines propios.
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La criminalidad nos desborda, es un hecho diario y hemos empezado a banalizarlo convirtiéndolo en anécdota cotidiana. La intelectualidad criolla se empeña en desestimarlo a la manera del ex ministro, pues supone que reconocerlo y enfrentarlo significa avalizar el afán represivo de los gobiernos: no hay estupidez más peligrosa que la de los más inteligentes. Los menos listos también sospechamos que la criminalidad tiene una génesis compleja y multifactorial, pero admitimos que una parte del tratamiento del problema exige una policía bien dotada y en los últimos meses hemos visto una posición más decidida del Gobierno para ocuparse de ello. Pero subsiste el viejo divorcio entre la población y la fuerza policial que debilita cualquier proyecto para combatir la inseguridad. ¿Sobre qué podremos fundar una reconciliación entre civiles y policías? ¿Nos interesa hacerlo? ¿O preferimos mantenernos en la queja?