Solo me comprenderán  extraterrestres, soñadores rescatados de la antigua Grecia. Sucedió en una playa donde  acudo cuando acosa el insomnio. Me lanzo en la carretera a velocidad suicida, llego con el corazón en un hilo, me dejo arrullar por las olas,  duermo,   me despabilan los rayos del sol. El agua, en su chapaleteo, llena cavidades perdidas entre rocas. Aquella noche uno de estos hoyos emitió un sonecillo  mientras el agua se estremecía en su interior. Estalló un  flash  de escamas azules. Me agazapé, atento al zumbido que fluctuaba entre  vuelo de  abeja,  nota  de violonchelo. Extendí la mano, busqué a ciegas entre anfractuosidades, quebraduras; un cacho de cristal me laceró el índice. Sentí  el leve relámpago de dolor, supe que brotaría algo de sangre. Avancé a tientas, la sal del mar irritando mis ojos, palpando, toqueteando, sobando rugosas paredes hasta sentir cómo se deslizaba entre mis dedos lo que  pareció ser un pececillo. Logré asirlo a pesar de sus convulsiones.

La vi. Era una sirena minúscula, cabía  en mi mano. Sus ojos pequeñísimos  parecían implorar. Atribuí todo a un sueño, fantasía que me lleva a ver  mundos donde solo hay nubes, mas una voz  dulce  me licuó el alma entre murmullos de mar con la frase decisiva: “No me puedes llevar. Hay veda de sirenas”. Pensé en perversión de menores, me sentí culpable. Intuí que debía irme, escapar, volar hacia la ciudad donde nadie sueña pues la gente seria duerme despierta, que sea de día, de noche.

Sobresalió la tentación. En un bocal ancho de tapa agujereada zambullí a la sirena, cerré el frasco. Llegué a mi departamento, la solté en  la bañera. Vivo solo. Los días pasaron, creció la sirena. A los pocos meses, siendo adulta, habló idiomas desconocidos, musitó versos  con testarudez: “el ruido del mar me vuelve insomne: necesito mudar de tiempo”. Me dejé domesticar sin medir consecuencias. El calendario voló en retro. Obviamente no podía llevarla a reuniones sociales aunque un vestido largo hubiese ocultado su cola. Temía las burlas, la comidilla: “Bernard boquiabierto tiene mirada de pez”.

Nada de acoplamientos incompatibles. Aquel amor secreto se limitó  a insignificancias del alma, las que trastornan, desquician, desintegran.
Aprendió pronto ella a nadar en mis ojos, a chapotear en mi boca.
Inventamos una felicidad clandestina. Se volvió coqueta, movió la cola como hacen ondular su cuerpo las mujeres lascivas. Quise comprar a Octavio Paz una ola hechizada, mas la había cedido a un transeúnte. Tuve que devolver al mar aquella sirena. No quería recobrar su libertad. Lloró, suplicó, desapareció. El mar es muerte recomenzada. Desde entonces  me atrae cualquier barranco. Me levanto por las noches cuando aúlla mi computadora, maúlla mi gata, gime el viento en la ventana, vuelo hacia la playa a velocidad suicida con la esperanza de nunca llegar por quedarme congelado en el tiempo.