Cecilia Ansaldo Briones
En estos días tengo cerca a un espíritu enormemente dubitativo. A simple vista parecería saber lo que quiere, pero cada paso que da le supone un momento de vacilación, de dolorosas preguntas. Observando esa dimensión del sufrimiento –porque la dubitación constante se convierte en una agónica manera de ser que, tal pozo succionador, atrae a su centro a la personalidad vacilante–, yo inicio mi tanda de reflexiones.
La seguridad parece, a simple vista, un mérito. Forma parte de la imagen del triunfador contemporáneo. Él o ella saben a dónde van. Conocen los caminos más accesibles para llegar a una meta. Eligen la carrera adecuada, se enamoran de la persona perfecta para su proyecto personal, emprenden los negocios que los enriquecen, se desenvuelven en el espacio social de sus aspiraciones. ¿Cómo se dibuja todo esto en una existencia concreta?
Cualquier intento de respuesta psicológica me empuja hacia la infancia.
Los factores familiares inciden en el crecimiento de niños dependientes, tímidos e inseguros; influyen desde la sobreprotección hasta el abandono, cuando los rasgos personales se les escapan a los padres y no perciben que un único modelo de educación no calza a todos los hijos. Y descuidan que el mundo individual de cada uno exigía un gesto especial, una palabra precisa, una compañía indispensable en el momento justo.
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Cada uno de nosotros es capaz de diagnosticar las grandes carencias de su niñez y, sin reproches inútiles, hacerse cargo de los puntos débiles.
Las heridas profundas, esas sí, quedan para los profesionales.
La experiencia me ha hecho ver que la seguridad se apuntala en una equilibrada autoestima. ¿Quién nos enseña a reparar en nuestras fortalezas?
Es cosa de mirarse en los demás como en un espejo. La amabilidad atrae la amabilidad como un imán, mientras el trato brusco o violento repele o apabulla. La palabra locuaz conquista oídos y psiquis, la habilidad manual crea obras que otros aplauden, el cerebro calculista pone las cosas en orden. No se trata de calificaciones colegiales –a ratos certeras como signos de talentos– sino de reacciones en el círculo de la indispensable sociabilidad. Son las calificaciones que nos pone la vida.
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Cuando los errores se repiten demasiado: la reprobación de los cursos, los excesos juveniles por lamentar (accidentes, consumos dañinos, embarazos prematuros), la carrera mal elegida que exige volver a empezar, los trabajos insatisfactorios, los romances fallidos, algo está mal en el protagonista de esas derrotas. No hay explicación atribuible a la mala suerte, a la maldad de los demás, que lo deje exento de responsabilidad en el diseño de su propia vida. Y como cada ser humano tiene algún momento en que se encara consigo mismo, es el tiempo de “agarrarse de los propios cabellos” decía el escritor francés Andre Gide, y emerger hacia la superficie. Y volver a empezar.
Esta meditación personalista me viene a la cabeza en días en que estoy compelida a escuchar la andanada de los candidatos a las diferentes instancias de trabajo público. El drama político ecuatoriano se gestó entre los abusos de conductores feroces y la pasividad acrítica de los ciudadanos.
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Todos somos responsables. Por eso, ¿cómo abono una seguridad de ejercicio electoral en el marasmo de nuestros días, dominado por la oferta fácil, la crítica superficial, las mentiras del oficiliasmo, las canciones bonitas? Y tengo que caminar largo trecho por el fangoso e incómodo sendero de las dudas.