Se dice que el yogur se descubrió cuando un viajante que atravesaba un desierto del Medio Oriente dejó, por unos días, una bolsa de piel de cabra llena de leche. Cuenta la leyenda que el viajante, al llegar a su sitio de destino, descubrió que la leche había fermentado y se había convertido en una “rica y espesa masa”.

Sin embargo, la historia se inclina más hacia que el yogur es una receta ancestral de los pueblos turcos, donde se consume este alimento desde hace siglos y su preparación ha pasado de generación en generación.

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Fuera cual fuera su lugar de origen, el yogur es un alimento exquisito. Posee bacterias (sí, bacterias) que son capaces de sobrevivir a los ácidos del estómago y llegar intactas al intestino, donde ayudan a combatir diarreas, además de ser útiles para tantas otras cosas (que veremos adelante).

Pero una cosa debemos tener en cuenta si queremos beneficiarnos del yogur: tendremos que buscarlo en su presentación original y no en las variaciones que ha creado el mercado. El yogur original es amargo, blanco y no pasteurizado. Este es el que le confiere al cuerpo sus famosos beneficios, además de ser muy rico si nos olvidamos del yogur-postre-dulce al que nos hemos acostumbrado.

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El yogur blanco, amargo y no pasteurizado ayuda en varios aspectos: regula el peso, ayuda en diarreas combatiendo las bacterias que la causan (1 taza al día, hasta que termine el cuadro), combate infecciones vaginales (1-2 tazas al día, hasta mejorar los síntomas), favorece la longevidad, reduce el estrés (1 taza al día), disminuye la retención de líquidos (½ taza al día), es consumible por quienes son intolerantes a la lactosa, y más.