“En habiendo arroz, aunque no haya Dios”, decía el montubio de antes, según Enrique Gil Gilbert. Los pueblos aguantan mucho, pero no aguantan sin comer. Por eso, lo primero que los economistas del Gobierno deberían averiguar es cómo nos aseguramos de que en los próximos días de sangre, sudor y lágrimas, no se produzca al menos una carestía dramática de alimentos.
Rafael Correa, simplista como es, tiene soluciones sencillas. En el caso de la península de Santa Elena recomienda expropiar las tierras improductivas de los pelucones. Una medida así, desde luego, no se la debe descartar; pero no es por allí por donde hay que comenzar el debate. La pregunta es por qué, disponiendo de tanto apoyo estatal –encarnado en la colosal obra de Cedegé– las tierras de la Península no florecen. Hasta hace poco era frecuente responder que los propietarios de esas tierras son comuneros que no tienen vocación para la agricultura y, concomitantemente, que el precio del agua es demasiado alto. Pues bien, algo de todo eso podría ser falso.
Resulta que un importante porcentaje de tierras cambió de dueño y existe ya un sector de propietarios privados, la mayoría de los cuales tampoco producen.
Asimismo, recientemente se rebajó el precio del agua, y nada; no hubo por eso un movimiento importante de capitales productivos hacia la zona. Una opinión extendida es que en la Península es mejor negocio especular con la tierra que ponerla a producir.
Para modificar todo esto será indispensable en el futuro una colaboración mucho más estrecha entre estado, productores privados y universidad.
El Estado deberá intervenir urgentemente porque estudios recientes de gente vinculada a la Espol recomiendan reorientar los programas de riego de la Cedegé e incorporar técnicas locales (como las albarranas), ya que de otro modo el proyecto en su conjunto seguirá sin ser rentable.
Paralelamente habrá que resolver el problema de la propiedad de la tierra, que le preocupa al Presidente, ahuyentando al especulador y poniendo énfasis en generar la mayor cantidad de empleo posible, sacrificando cualquier otra prioridad (excepto, por supuesto, la de que sea un proyecto rentable). El objetivo debería ser que contemos allí con un sector muy numeroso de agricultores de clase media, propietarios y jornaleros, que además de proveer bienes al mercado interno, demanden asimismo productos y servicios industriales a Guayaquil y otras ciudades de la zona.
La seguridad alimentaria no pasa solo por producir alimentos sino por conseguir que los que consumen esos alimentos movilicen a su vez la economía.
Por último, la presencia de la universidad será imprescindible, porque para desarrollar la Península se requerirá de tecnologías que no las podremos comprar todas en el extranjero ya que los recursos no alcanzarían, y parte al menos tendremos que crearlas localmente.
Como ven, un proyecto económico y social de esos que deberían encantarle a la izquierda de la Revolución Ciudadana. En dos años, mucho de esto ya hubiese podido avanzar. ¿Pero qué están haciendo ahora para conseguirlo, aparte de inscribirse como candidatos para terciar en las primarias de Alianza PAIS? Nada. El arribismo ya es de todos.