| cicaza@eluniverso.comUn cinéfilo acérrimo no puede permitirse el olvido, porque las elículas ‘definitorias’ son como mandamientos invisibles para los momentos importantes de la vida. Diciembre es el más cruel de los meses, especialmente por los apuretes navideños entrelazados con más feriados y el congestionamiento general. Trato de no salir y retirarme, es un regalo egoísta y barato que me guardo para mí todos los años y que en el fondo recomiendo a mis amigos. Pero en los cines los megaeventos abundan, con una nueva versión de El día que la tierra se detuvo paralizando masivamente a todos en su estreno mundial. Allí la voz de un extraterrestre (Keanu Reeves) advierte a los terrícolas de un apocalipsis ecológico. Y esto ni siquiera se acerca a los desastres de Wall Street y los descalabros latinoamericanos actuales. Las premoniciones que nos agobian actualmente me llevaron a otras voces. Después de todo, en esta misma edición de La Revista celebramos la obra artística de Federico Fellini, uno de los más grandes directores de la historia. Más que nunca es necesario revitalizar su memoria, no solamente con sus más conocidas obras maestras, sino con sus películas menos vistas. La voz de la luna (1990) –la última que hizo antes de su fallecimiento en 1993– fue en su estreno para muchos críticos una lápida amarga y vetusta. Esto es trágico, porque aquí la voz del director en sus 70 años se despide del cine con una resplandeciente invocación a los sueños, a aquellas voces lejanas que irrumpen en la noche y que alejan nuestro pensamiento de todo aquello que se llama lógica o buen sentido, muy influenciado por los pintores surrealistas y de Chirico en especial. Para Fellini, esta es la verdadera esencia de la existencia. Inspirada muy libremente en la novela El poema de los lunáticos, de Ermanno Cavazzoni, es imposible no quedar subyugados con los primeros treinta minutos de esta oda a lo desconocido, a las fuerzas que mueven cada destino. Ivo (Roberto Benigni) se ha escapado del manicomio y en sus solitarios paseos nocturnos en la niebla de la campiña escucha las voces que emanan de los pozos de agua donde se refleja la luna llena. Los personajes que él encuentra en sus andanzas también parecen estar en algunos grados de desequilibrio mental, incluido el notario Gonnella, que interpreta todo lo que sucede a su alrededor como designios letales contra él, o el oboísta jubilado que vive en una tumba abierta del cementerio tratando de escuchar a los muertos. Los lunáticos de Fellini son divertidos, más o menos como en las novelas picarescas de otros tiempos. Ellos no hacen daño a nadie y jamás pervierten sus disparatados razonamientos. Hay apariciones fantasmagóricas, absurdas y extremadamente ridículas, pero lo que nos dejan es muy serio. Nuestra vida real está desprovista de la vena poética de ellos. Para el realizador –al igual que Giacomo Leopardi, gran poeta cuyos líricos aires se incorporan a la narrativa– ese es el mensaje que obsesiona a todos: “¿Qué haces luna en el cielo? / ¿Qué haces silenciosa luna? / ¿Aún no estás cansada de recorrer los caminos?”. En una escena definitoriamente felliniesca, dos campesinos capturan la luna, la encierran en el granero y cobran entrada para verla de día. Este es un cine de la poesía en imágenes que rescatan lo imposible, de la creación más pura llevada a los límites de la razón. Así Fellini se conecta con los desencantos actuales: los lunáticos verdaderos no llegan de otros planetas. Viven en nosotros y su redescubrimiento es el reto final y la única solución posible. Acompañan a Sergio, joven hijo de una amiga mía de muchos años que no envía mensajitos escritos en el celular a su madre. En meses crueles las lejanías duelen más cuando uno está en otras tierras. Sergio le envía a su mamá una foto de la luna llena.