| cicaza@eluniverso.comUna lejana antepasada de Lady Di es motivo de una nueva y modernista biografía cinematográfica y el paralelo entre ambas es notorio. Viendo La duquesa últimamente –este tipo de películas casi nunca llega a los cines locales, mejor busquen el DVD– uno piensa más que nada en tantos hogares disfuncionales que nos trae el cine moderno y sus amargos vacíos. Pero en el siglo XVIII los ingleses no parecían tan diferentes. La vida de Georgiana, duquesa de Devonshire, es un ejemplo maravilloso de cómo una mujer de cualquier tiempo puede sobreponerse a dolorosas batallas y a las más sórdidas e íntimas injusticias. Entregada por su madre a los 16 años a un matrimonio arreglado con William, V duque de Devonshire, esta vivaz adolescente entra a un mundo de una riqueza descomunal, donde su marido luce como dueño y señor de condados sin límites. Y están los palacios y mansiones, solo comparables a las de Versalles, al otro lado del canal de la Mancha. Allá se fraguaban los aires revolucionarios al mismo tiempo que Georgiana se involucraba en las telarañas del poder político y social de Inglaterra, porque esta mujer tenía un especial olfato para las causas sociales. Ella entra al escenario de la época involucrada en un escándalo de chocantes proporciones. La amiga que ella rescata de las manos de un marido violento con sus tres hijos pequeños, se convierte en la amante del Duque. Todo sucede bajo el mismo techo y Georgiana se convierte en la tercera ficha de un matrimonio “de a tres”. Enfrascada en su poderío y el amor a sus perros, su marido la trata como una compañera de segunda, además de haber sido violentada por él en varias ocasiones. Lo que viene después es la arrebatada búsqueda del balance: Georgiana descubre el verdadero amor con Charles Grey, joven y aristocrático político reformista. El director Saul Dibb recrea algunas de las ambiguas observaciones que la historiadora Amanda Foreman plasmó en su biografía de hace unos años, publicada después del trágico fallecimiento de la princesa Diana, descendiente de Georgiana –su madre era una Spencer–. El paralelo es relevante y se recibe de la misma manera que estuvimos enfrascados en los titulares sobre los devaneos de Diana y las infidelidades de su marido. Dibb demostró una especial sensibilidad a las intrigas políticas y sexuales de la sociedad británica en The line of beauty, una serie que vimos hace poco en la televisión pagada. Los actores de La duquesa son la parte difícil. Físicamente, Keira Kneightly es perfecta en el rol de Georgiana, pero las complejidades de su personalidad se escapan algunas veces. En cambio, Ralph Fiennes como un engendro de siglos pasados es la creación histriónica que domina el filme. Con él –más que con Georgiana– nos acercamos a lo que encarnaban estos decadentes aristócratas ingleses. “Para ellos la moda era no alterarse por nada ni por nadie, ni percatarse ni escuchar a gente que no se conoce, y como no se sabe nada, tampoco se critica, todos son así”, recordaba Amanda Foreman. Por eso, cuando arde la peluca de Georgiana en una de las fiestas palaciegas no sabemos si reír o pensar que ella fue una víctima a quien nunca se le hizo justicia.