Noche de lujo: estreno mundial del concierto para violín  del compositor libanés. Hubo solo un ensayo y medio. Por más que nuestros músicos sean expertos en lectura a primera vista, una obra contemporánea, por sus múltiples matices, necesita de una complicidad entre director y orquesta.

Sin embargo nos darán una interpretación bastante buena mientras se mostrarán algo fríos en la cuarta sinfonía de Schumann, cuyo segundo movimiento, romanza de expresiva melodía, exige de los violonchelos extrema sensibilidad.

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La obra que inicia el concierto agrupa nueve piezas que guardan huella norteamericana, la que recibió el compositor y director Germán Cáceres. No hablo de influencia sino de simpatía por Copland, Ives, Bernstein, también Stravinsky, con leve pizca de impresionismo al inicio.

Quisiera, sin embargo, escuchar la ópera de Cáceres El Cristo negro.  Respeto la extraordinaria labor realizada por el maestro con la Orquesta Sinfónica de El Salvador. En el concierto para violín y orquesta de Khoury, la orquesta tuvo tendencia a cubrir la voz del solista: un Jorge Saade que supo sin embargo mostrarse sutil, grave, extremadamente expresivo. Final estremecedor del violín sobre fondo de cuerdas en decrescendo.

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Houtaf Khoury honró mi casa con  su presencia. Pudimos conversar largo,  beber vino, escuchar sus conciertos para viola, saxofón, la espeluznante elegía para piano entregada por Tatiana Premak Khoury, esposa del compositor, excelsa intérprete. Hay una tónica, una constante en las obras del libanés. Pienso en dos espejos frente a frente recreando lo infinito. La elegía es de pronto disonante, con un pedal que repercute, reverbera, eterniza, hay esta melodía algo hispánica que no se decide a nacer, a morir, esta carrera súbita que no llega a ninguna parte porque no hay donde llegar, el tiempo desgranando notas, el final sutilmente dulce, la misma nota repetida.

El concierto Di Camara, el de violín y el  para viola son obras que atropellan, molestan (en el buen sentido de la palabra) despiertan, sorprenden, rugen.

Los timbales que tanto gustaban a Berlioz reverberan sus golpes, hay gritos repentinos, lamentos sin remedios, trompetas apocalípticas. Es la historia, desde Salomé pidiendo la cabeza de Juan hasta la caída de las Torres Gemelas. El acorde interminable de la orquesta como fondo puede ser la inmovilidad del tiempo, el ruido de los bombarderos yendo hacia el blanco.

Es el mundo en carne viva, es Líbano desangrándose, son los muertos de Afganistán o Iraq más numerosos que los de Manhattan, gente corriendo en todas las direcciones sin saber qué hacer, la melodía tradicional árabe que puede partirse sin preaviso, silencios.

Houtaf, por empatía, mastica y devuelve el mundo sin saber lo que será de él. Hay momentos difíciles de soportar porque sentimos que nos llevan hacia la catástrofe, otros que susurran la imposible ternura, extraños corales de los metales con contestación de las cuerdas y los timbales al acecho,  campanazo final.

Sus Jardines de amor para clarinete y orquesta me recuerdan los versos del persa Saadi “Qué importan los jardines de rosas si tu alma llora en la oscuridad de la noche”. Siento que Houtaf ama a Ravel. El fauno de Debussy podría pasearse en estos jardines. Los violonchelos y demás cuerdas destilan dulzura.

 El concierto para flauta y orquesta me fascina, extraordinario compendio de ritmo, nostalgia herida, raíces profundamente árabes. Es verdad que Houtaf nos habla de un mundo que se está muriendo, el fin de una civilización. La flauta echa notas sueltas, teje largos, vertiginosos fraseos, se estanca, mientras se lamentan las cuerdas. El silencio guarda su aterradora importancia.

“El silencio es en realidad el silencio de todo lo que no es silencio”, decía Cocteau. Ya lo sabía Beethoven después de advertirnos con las cuatro primeras notas de su quinta sinfonía.