| Fotos: Germán BaenaGallia est omnis divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli appellantur. Hi omnes lingua, institutis, legibus inter se Mi primera visita a la Ópera de París se remonta a 1987, cuando llegué a Francia. Tras visitar todos los monumentos y edificios emblemáticos de esa ciudad, me dije que no podía dejar de conocer la célebre sala de espectáculos rojo y oro de la Ópera y asistir a una representación de ballet, de ser posible coreografiada por Rudolf Nureyev, quien en aquella época ocupaba el cargo de director de danza. Estudiante de recursos limitados como era, no tuve otro remedio que comprar la entrada más económica. Creo haber pagado unos diez francos. A ese precio correspondió el sitio que me asignaron: un asiento plegable detrás de una columna y al fondo del palco del quinto piso. ¿Visibilidad? Ninguna. Del cuerpo de ballet solo tuve percepción de un pie cuando el bailarín estrella saltaba por los aires o de algunas manos revoloteando cuando el brazo de algún bailarín o bailarina, a esa distancia imposible saberlo, pasaba de la posición vertical a la horizontal. Evidentemente, la mano que vislumbraba a la derecha de la gigantesca columna pertenecía al primer bailarín de la fila y la de la izquierda al bailarín del final. Al terminar la representación, lo supe porque oí intensos aplausos, salí de mi palco apresuradamente y, antes de que el público comenzara a liberar los suyos, bajé al primer piso y me aposté frente a los palcos que daban directamente al escenario, con la intención de entrar una vez que estuvieran desocupados. Casi no lo logro. Una masa humana, tal un alud, me arrastraba hacia la salida. Forcejeando entre mujeres que llevaban sombreros con una solitaria pluma de faisán o el cuello protegido con una estola de armiño y hombres emperejilados con trajes de pingüino y corbatas de mariposa, conseguí introducirme en un palco privado. A mis anchas pude admirar, entonces, la impresionante sala de espectáculos, con sus columnas y balcones dorados y sus butacas de terciopelo rojo. Una monumental araña de cristal y bronce, suspendida de una cúpula pintada por Chagall en 1964, iluminaba el recinto. Me enteré después de que esa fuente luminosa de casi 8 toneladas había caído en 1896 encima de los asistentes. El telón rojo y dorado del escenario era un engaño visual, pues en realidad se trataba de una pintura que reproducía con sorprendente realismo los pliegues de un telón majestuoso. Un guardia llegó y me pidió que saliera porque iban a echarle llave al palco. Aquella noche no tuve tiempo para ir a conocer el Gran Salón ni las diferentes galerías y rotondas. Como una princesa de cuentos de hadas, claro que con el atuendo de Cenicienta tras las doce campanadas, bajé por una hermosa escalera de mármol blanco con rampa de ónice y cobre. Al alzar los ojos vi a los inmortales dioses del Olimpo pintados en cuatro techos abovedados. Medallones, serafines y otros ornamentos dorados enmarcaban cada composición alegórica. Al pie de la escalera me esperaban dos bronces de mujeres que portaban ramilletes de luz. En el vestíbulo, lista para enfrentarme a la fría noche de invierno, eché una última mirada atrás. Desde sus altos pedestales, las efigies de Rameau, Lully, Gluck y Haendel parecían custodiar el templo de la música y la danza. Me prometí que regresaría. Aún me quedaba por conocer el famoso Gran Salón y asistir a una representación de ballet desde un palco con plena visibilidad. Las hadas madrinas me concedieron, pasados los años, ambos deseos. HistoriaLa Ópera Garnier es el monumento más representativo del arte oficial del Segundo Imperio (1852-1870), periodo que se caracterizó por una mezcla exuberante de barroco y eclecticismo. Napoleón III decretó su construcción en 1860 y convocó un concurso público. Un año después, el 29 de mayo de 1861, se adjudicó al proyecto de Charles Garnier, arquitecto poco conocido pese a que había recibido el Gran Premio de Roma en 1848. Se dice que cuando el arquitecto le presentó los planos a la Emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III, esta exclamó: “Qué cosa de tan mal gusto, eso no es un estilo, no es griego ni romano”. Charles Garnier respondió con una frase que se haría famosa: “¡Se trata de un Napoleón III, su Majestad!”.Las excavaciones comenzaron en el mes de agosto y enseguida quedaron confirmadas las sospechas de los constructores. El subsuelo era pantanoso y cuanto más se excavaba, más agua rezumaba de las arenas y de la grava. Resultaba imprescindible drenar esa capa freática. Durante siete meses, ocho bombas de vapor funcionaron día y noche. Un historiador de la época asegura que el volumen del agua expulsada tendría la superficie del Palacio del Louvre y vez y media la altura de las torres de la Catedral de Notre-Dame. Garnier ordenó asimismo construir una represa de grandes dimensiones en hormigón armado a fin de que las infraestructuras pudieran resistir a la presión de las aguas de infiltración. Esa obra de ingeniería dio nacimiento a la leyenda de un lago subterráneo, donde habitan peces que los maquinistas de la Ópera alimentan. La guerra franco-alemana de 1870 paralizó las obras en el momento en que estaban en su fase final. El ejército utilizó la inconclusa construcción como depósito de víveres. Tras la derrota de Napoleón III, la Guardia Nacional y los obreros de París se apoderaron de la capital en marzo de 1871 e instauraron un gobierno insurreccional que se conoce como la Comuna de París. Desde el techo de la Ópera, los insurgentes difundieron sus proclamas mediante pequeños aeróstatos de papel, que las transportaron a todos los barrios de la ciudad y departamentos aledaños. El 21 de mayo, una puerta en la parte occidental de las murallas de París fue forzada y comenzó la reconquista. El 28 de mayo cayó la última barricada. Las represalias no se hicieron esperar. Durante la llamada Semana sangrienta incluso los subterráneos de la Ópera se convirtieron en calabozos y escenario de ejecuciones sumarias. Las obras se reanudaron a fines de 1871, pero de manera muy lenta: Francia había quedado endeudada por la guerra y, además, debía pagar una contrapartida en oro a Alemania, según los términos del Tratado de Paz de Fráncfort. La Ópera Nacional de París se inauguró finalmente el 5 de enero de 1875, en presencia del mariscal Mac-Mahon, presidente de la República francesa; la reina madre Isabel II de España y su hijo Alfonso XII; el primer magistrado de Amsterdam; el Lord-alcalde de Londres; y cerca de 2.000 prestigiosos invitados, entre los cuales no se incluyó al propio Charles Garnier, quien tuvo que pagar su puesto en un segundo palco. La visita postergadaHace poco volví al Palacio Garnier para conocer el Gran Salón y los recintos que me faltaba por visitar. Charles Garnier concibió el Gran Salón inspirándose en la disposición y los elementos decorativos del Castillo de Fontainebleau, la galería Apolo del Palacio del Louvre y la galería de los Espejos del Palacio de Versalles. Todo en el Gran Salón revela magnificencia: las columnas doradas que se alzan hasta el techo, en cuyas bóvedas Paul Bandry pintó escenas inspiradas en las grandes etapas de la historia de la música, la comedia y la tragedia; las cortinas y colgaduras igualmente doradas, las inmensas arañas de cristal iluminadas, las gigantescas falsas chimeneas en cada extremo. Un juego de espejos de 6 m de altura y grandes ventanales acentúan las vastas dimensiones de este espacio, que originalmente se creó como lugar de encuentro de los espectadores durante el entreacto.Las bóvedas de la Rotonda de la Luna y la Rotonda del Sol, dos pequeños salones en los extremos este y oeste del Gran Salón, también sobresalen por su belleza. En la primera dominan las tonalidades plateadas y representaciones de aves nocturnas: búhos y murciélagos; en la segunda, las tonalidades doradas en medio de un decorado de salamandras. En la Rotonda del Glaciar, al final de la galería del mismo nombre, podemos contemplar en el techo una ronda de bacantes y faunos, y en las paredes, tapicerías que ilustran diversas bebidas (té, café, vino...), así como la caza y la pesca. La biblioteca, en la Rotonda del Emperador, justo en el extremo opuesto, me trajo a la memoria a Alicia en el País de las Maravillas y su célebre no-cumpleaños, pues me encontraba en una no-biblioteca: todos los libros estaban en estanterías recubiertas de rejas metálicas. No tardé en comprender que se trataba de una biblioteca-museo, cuyo fondo cuenta con alrededor de 600.000 documentos, entre libros, periódicos, partituras, libretos de óperas, programas, fotografías, dibujos, carteles, bocetos de trajes y decorados... Volví a visitar la sala de espectáculos, ese día presencié el ensayo de una próxima representación y bajé por la monumental escalera. Lamenté que en la visita no estuvieran incluidos los subterráneos, esa parte de la Ópera que ha hecho soñar a tantos lectores. El fantasma de la ÓperaLa leyenda del misterioso lago, el hallazgo de un esqueleto que se supuso pertenecía a un comunero de París fusilado durante la represión y el descubrimiento del cuerpo de un maquinista que se había ahorcado, inspiraron al escritor francés Gastón Leroux su novela El fantasma de la Ópera, publicada en 1910. Un genio musical que lleva una máscara para ocultar su rostro deforme vive escondido en los túneles y pasillos que ha construido en los subterráneos de la Ópera de París. Un amor exclusivo y absoluto, no correspondido, lo une a Christine Daaé, una joven cantante de voz excepcional que cree estar inspirada por un ángel de la música, cuando es en realidad el ‘fantasma’ quien la aconseja. Al descubrir que Christine se ha enamorado del vizconde Raúl de Chagny, Erik, el ‘fantasma’, deja caer un inmenso candelabro sobre los espectadores para poder secuestrarla en plena representación. La confrontación final de los tres personajes se desarrolla en las entrañas de la Ópera. Esta historia ha dado lugar a un centenar de adaptaciones televisivas y cinematográficas. Y hace algunos años a la exitosa adaptación musical de Andrews Lloyd Weber que ha dado la vuelta al mundo en el teatro y en el cine. Una representación de balletMucho antes de mi visita al Palacio Garnier, en 1991, tuve la oportunidad de asistir a un espectáculo de danza. El Ballet de la Ópera Nacional de París, en opinión de los entendidos una de las mejores compañías del mundo, interpretaba Giselle, una obra clave del siglo XIX, a la que los bailarines supieron conferir fluidez y evanescencia.Esta joven compañía –la edad promedio es de 25 años–, con un repertorio muy variado que abarca desde los ballets clásicos y románticos hasta las creaciones de coreógrafos contemporáneos, ofrece 180 representaciones anuales en Francia y el extranjero. El día en que compré mi entrada para un segundo palco de frente –mi estatuto de estudiante con derecho a trabajar a medio tiempo me permitía ‘lujos’ antes inimaginables–, indagué sobre las extrañas razones de la existencia de puestos sin visibilidad. En su origen, la galería superior estaba destinada a los melómanos, estudiantes del Conservatorio o compositores que por un módico precio querían solo escuchar la música. Algunos datos sorprendentesLa fachada principal mide 70 m de largo y 32 m de altura. Su superficie total es de 11.237 m² y su volumen de 428.666 m³. La Ópera de París tiene 2.531 puertas, 7.593 llaves, 6.319 escalones de piedra, mármol, madera o hierro fundido y 573 llaves de agua. El peso del hierro empleado en la cerrajería alcanza los 6.671.530 kilos y el largo de los tubos de las canalizaciones, 6.918 m. Última recomendaciónLos sábados y domingos suele haber representaciones vespertinas (14:30). Una excelente combinación es asistir a uno de los espectáculos y aprovechar para conocer los distintos salones del palacio, a excepción de la biblioteca-museo, que permanece cerrada fuera de los horarios de visita, pues la entrada cuesta 8 euros. Desde 1982 existen colmenas en el techo de la Ópera. Las colocó un operario que se dedicaba a la apicultura en sus horas libres. Este monumento de ambientes mágicos lo seducirá y, como la miel, le endulzará su paseo por la bella capital francesa.