Su argumento es una parodia que se torna en burla: Zohan, un indestructible agente antiterrorista del gobierno israelí, harto del conflicto en su país, finge su propia muerte para materializar su sueño: convertirse en peluquero y vivir en Nueva York. Se alucina cuando ve que en la Gran Manzana judíos y palestinos conviven en paz, hasta que su gran enemigo (duele ver a John Turturro haciendo este absurdo papel), igual de inmortal, llega a buscar venganza. Se trata, como es obvio, de un producto al servicio de las dotes humorísticas de su protagonista, empleadas aquí en forma irritante e insultante. Es que, a mi modo de ver, Sandler hace comedias, pero no es cómico. Algunas de sus entregas provocan risa, pero no es humorista. Después de este título, habrá caído para muchos en desgracia.
El mundo heterodoxo de Zohan se asemeja mucho al recreado por Ben Stiller, otro colega de gran tirón comercial, en su ya legendaria y también absurda Zoolander. En ambas cintas, las coreografías discotequeras son adaptadas a cualquier situación. El agravio al buen gusto es la norma en los dos filmes, donde se crean fugas imposibles y microuniversos absurdos, irreales, anómalos, durante todo el metraje, que parece eterno.
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Los personajes se desenvuelven sin ningún patrón comercial y sin ninguna gracia. Las excentricidades se acumulan, convirtiendo al filme en un burdo y caótico carrusel difícil de descifrar. La guinda de este atentado cinematográfico lo pone, como es de esperarse, el mismo Sandler, con su indescriptible exhibición de habilidades físico-sexuales, tan poco digeribles.
Lo único que les puedo recomendar es que, si tienen un poco de sentido común, no se metan con Zohan, porque no van a salir del cine muy bien librados.