En la noche del 11 de julio el director francés Nicolás Krauze inició la velada con la Sinfonía Fantástica, de Héctor Berlioz, obra difícil a veces llena de audacias en su escritura. Exige de los solistas prestaciones especiales, sonidos voluntariamente encanallados del clarinete, aullidos de trombones al unísono, tres toques de campana (Berlioz quería una verdadera campana de iglesia), parodias grotescas del tema fúnebre Dies irae (Día de cólera) con sarcasmos de las cuerdas.
Se logró un paroxismo que dejó huellas en Wagner y Richard Strauss en cuanto a la hipertrofia de la orquesta. Berlioz llegó a soñar con una de 600 músicos. Después de los ensueños y pasiones del primer movimiento, mezcla de ternura y furor alrededor de la idea fija representada por un leitmotiv.
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El vals que sigue en medio del tumulto se inicia con las cuerdas con notas desgranadas por el arpa, la que termina ejecutando una verdadera parte de solista.
La secuencia que nos lleva al campo no deja de recordar la sinfonía pastoral de Beethoven, contrasta fuertemente con la marcha al suplicio que le sucede. Violonchelos y contrabajos inician una melodía lúgubre, tétrica. Aquel tramo justifica el nombre de la obra: algo fantástico, quimérico, irreal, inquietante.
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Se siente fatalidad, algo inexorable como pesadilla. La marcha al suplicio culmina cuando cae la cuchilla de la guillotina, va rodando la cabeza del decapitado.
Nicolás Krauze logró, y es un inmenso mérito, dar la sensación de que escuchábamos a una orquesta más numerosa pero hacía falta obviamente un gran refuerzo de cuerdas.
El preludio a la siesta de un fauno, sutil, sensual, delicado, sucesión de impresiones difusas, dispersas, gira alrededor de una melodía de nueve notas anunciadas desde el inicio por las flautas: armonizaciones extremadamente modernas, voluptuosas, creando una sensación de luminosidad sugerida por las caricias de las cuerdas. Fue la parte del concierto que más me gustó pero fue tibiamente recibida por el público. Sabía que el bolero provocaría un trueno de aplausos a como dé lugar. Lo mismo ocurriría con la fanfarria de Carmen.
Desdichadamente, el Bolero de Maurice Ravel, obsesivo hasta el trance, aunque parezca ser obra sencilla exige de los solistas esenciales (corno inglés, flautas, oboe, fagot, corno francés, saxófonos tenor y soprano, clarinetes, trombón, trompetas con o sin sordina) una ejecución impecable que no todos lograron.
Hubo serias fallas y atropellos que cualquier persona dotada de oído musical pudo detectar pues fueron muy notorias. Sé que el director Nicolás Krauze, con quien pude conversar durante el intermedio, trabajó mucho esta obra durante los ensayos.
Presumo que los solistas fueron víctimas del nerviosismo. Creo que La sinfonía en Re, de César Franck, la música de Fauré o de Saint Saëns hubieran sido preferibles. Nicolás me dijo que él no escogió el programa.
Lo lamentamos de verdad. En todo caso, el teatro evidenció un notable éxito de asistencia.