Los músicos ingresaron al escenario en medio de la oscuridad. Tímidas llamas guiaban sus pasos. Un reflector destacó de pronto la silueta de Schuberth. Nació el sortilegio. Fue catarsis, purificación colectiva, descarga silenciosa de emotividad, brote inesperado de un amor secreto por este litoral ecuatoriano.
Él habló con voz serena, inspirando en vez de lucir inspirado, sin subir el tono, confiando cosas muy privadas de la madre tierra. Habló del bambú. Hubiera podido ser el shakuhachi de los japoneses relacionado con la filosofía zen (escuela de la tierra pura, calma contemplación, respiración de la naturaleza). Schuberth no enumeró los usos del bambú en paredes de casa, vestimenta, andamios, utensilios para cocina, caligrafía, gastronomía, arquitectura, puentes, medicina (el tabasheer está considerado como afrodisiaco), cosmetología (salvia de bambú).
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Schuberth usó su música para que seamos nosotros mismos en un viaje profundo dentro de nuestras raíces, haciendo contacto con el suelo como se hace con la electricidad: lo logró con creces.
“Somos tierra y la tierra llora. Somos mar, el mar implora”. El escenario desapareció virtualmente, los instrumentos de bambú se convirtieron en monos chillando, vientos soplando, animales de todo tipo, aves multicolores. El tiempo y el espacio se hicieron humo. Cuando tocaron el tema dedicado a la Quebrada Doña Juana, nació como un adagio barroco-tropical, melodía desplegándose a lo largo en la tradición de Juan Sebastián Bach aunque usando armonías diferentes. El marco mismo de los acordes se modificó. En ciertos momentos, estuvimos en el filo del atonalismo, en otros, bailando como desaforados, cuando no nos sobrecogía el lamento de una tierra herida entre espasmos de alegría, tierra pariendo.
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Vinieron las palmas, el ritmo contagioso, el exultante triunfo de una naturaleza que no quiere morir, se agita, se desata, se multiplica. Vimos caer el sol, subir la luna, brotar la vida, germinar semillas. Nunca supo si eso ocurría en el escenario o dentro de mí. Viajé al Cerro Blanco sin moverme de mi asiento. Supe que parte de mí había nacido aquí.
Entre el barro, del que todos nacimos, el bambú del que tantos dependen, los amorfinos envueltos en pentagrama, chispas ingeniosas improvisadas, a veces locas, disparatadas, atrevidas, el concierto seguía su rumbo. Cuando Schuberth y sus músicos tocaron el Cusumbo top recordé que en 1965 se me ocurrió adoptar a uno de estos animalitos. De día dormía, de noche se trepaba a mi cama, me despertaba soplándome en las orejas con un extraño sonido que para mí era como música misma del mundo desconocido. Piñuf comía de todo, hasta los lazos de mis zapatos.
Schuberth tiene un gran poder de convocatoria, como Francisco de Asís. Él puede comprender, traducir lo que murmuran los árboles cuando los despeina el viento, las quejas de los animales, los gruñidos de la tierra, la dulzura o la furia del mar. Grandes compositores lo hicieron a su manera: Debussy, Ravel, Vivaldi, la sinfonía pastoral de Beethoven, el Canto a la Tierra de Mahler. Schuberth Ganchozo, con los instrumentos de bambú más insólitos, nos inició a los misterios que siempre sospechamos sin poder acercarnos.
Una ovación cerrada celebró el concierto. Todo Ecuador debería conocer a Schuberth. Rafael Correa, gran aficionado a la música vernácula, debería apoyarlos: pueden convertirse en los más efectivos embajadores de nuestra identidad.