–Porque no consigo ser lo que deseo. Cuando empiezo a ser yo mismo, las personas me tratan con falsa reverencia. Cuando soy verdadero en lo que concierne a mi fe, entonces las mismas personas empiezan a desconfiar. Todos se creen más santos que yo, pero se fingen pecadores por miedo a insultar mi soledad. Procuran mostrar continuamente que me consideran un santo, y de esta manera se transforman en emisarios del demonio, tentándome con el orgullo.

–Su problema no es intentar ser quien realmente es, sino aceptar a los demás como son. Y si va a continuar actuando así, lo mejor será que continúe en el desierto –dijo el caballero, alejándose.

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Perdonando a los enemigos
El abad le preguntó a su alumno preferido cómo andaba su progreso espiritual. El alumno respondió que estaba consiguiendo dedicarle a Dios todos los momentos del día.

–Entonces, ya solo te falta perdonar a tus enemigos.

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El muchacho se quedó desconcertado:

–¡Pero si yo no odio a mis enemigos!

–¿Tú crees que Dios está enfadado contigo?

–¡Claro que no!

–Y de todas maneras tú imploras su perdón, ¿no es verdad? Pues haz lo mismo con tus enemigos, aunque no los odies. El que perdona está lavando y perfumando su propio corazón.
 
Para el sexto día
Un grupo de sabios se reunió para discutir la obra de Dios; querían saber por qué no había creado al hombre hasta el sexto día.

–Él quería organizar bien el Universo antes, de manera que pudiésemos disponer de todas las maravillas de la creación –dijo uno.

–Él quiso primero hacer algunas pruebas con animales, para luego no cometer los mismos errores con nosotros –sostenía otro.

En esos momentos llegó al encuentro un sabio judío, y se le comunicó el tema de la discusión:  –Y en su opinión, ¿por qué Dios esperó al sexto día para crear al hombre?

–Es muy sencillo –comentó el sabio. –Para que, cuando nos asaltase la vanidad, pudiésemos pensar: hasta el insignificante mosquito tuvo prioridad en la labor divina.

El reino de este mundo
Un viejo ermitaño fue invitado en cierta ocasión a ir a la corte del rey más poderoso de su tiempo.

–Yo envidio a los hombres santos, que se conforman con tan poco –comentó el soberano.

–Yo le envidio a Su Majestad, que se contenta con menos aún que yo. Yo tengo la música de las esferas celestes, tengo los ríos y las montañas del mundo entero, y tengo la luna y el sol, porque llevo a Dios en mi alma. Su Majestad, sin embargo, apenas tiene este reino.