Las expone así el evangelista: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía”.

Esas promesas de dicha, parecen a primera vista como hechas a determinados grupos de personas. Mas, si se las contempla a fondo, enseguida nos descubren que se trata de unas actitudes al alcance de cualquier humano, ya sea presidente de un país, ya un siervo de la gleba.

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Si las miramos un poquito más, nos encontramos con que son como una síntesis o código-resumen de la Nueva Ley. Como un cierto prontuario que permite recordar en un instante, tanto lo que a Dios le agrada, como lo que pone a una contrariedad en su contexto exacto.

Pero si ya nos detenemos a observarlas detenidamente, además de todo lo anterior, veremos que contienen – aunque en forma muy sutil – los elementos más notables de la “personalidad” de Cristo. Es decir, los de la “personalidad” de la Segunda Persona Divina Encarnada.

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Juan Pablo II el Grande, santo y poeta a la vez, llamó a las Bienaventuranzas “el autorretrato de Jesús”. Porque en efecto nos brindan, presentadas por Él mismo, los rasgos de su rostro, es decir sus sentimientos, divinos y a la vez humanos.

Este “autorretrato de Jesús”, entre otras muchas cosas, nos permite valorar la calidad de nuestro cristianismo. Pues, si todos los cristianos, según se lee en San Pablo, hemos de tener los mismos sentimientos de Jesús, para saber qué tal cristianos somos, no tenemos más que comparar nuestros amores con las Bienaventuranzas.

Por ejemplo, nos podemos preguntar, siguiendo cada una de las Bienaventuranzas: ¿Me preocupo por ser pobre de espíritu? ¿Sufro con lo que hace desgraciados a los hombres y mujeres? ¿Quiero amar a Dios con toda el alma? ¿Sé perdonar de veras? ¿Procuro ser todo lo limpio que me sea posible? ¿Siembro la paz en mi entorno? ¿Doy la cara por el evangelio? ¿Me acobarda el qué dirán?

Le sugiero que hoy se haga, casi vísperas de la Cuaresma, estas robustas preguntas.