Pinta, dibuja, escribe poesía, compone, toca y, sobre todo, Idrovo canta con varias voces tan expresivas que da la impresión de que está actuando lo que canta. Sus canciones son originales, al punto que nadie las podría interpretar. No son melodías pegajosas que cualquiera puede tararear. Están estrictamente circunscritas a la peculiar vocalización que es el sello característico de este auténtico cantautor que nunca hace concesiones facilistas al público.

Un Idrovo con  mayor madurez y ataviado ya no a lo Jim Morrison, sino con un  boulevardier,  con pantalón y zapatos blancos en honor a  Roscoe Boulevard,   arrancó con la  Yerba roja,  un rock pesado, con una voz gruesa y raspada muy adecuada para esta música.

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Su música siempre habla de cosas importantes, sean internas o externas, como la denuncia  ecológica de la lobería en Galápagos o reflexiones filosóficas en  Ecce homo.  “Tenemos de hombre y de mujer, llevamos lo de Caín y Abel, tan fresco a flor de piel”, o mostrando su ingenio con las palabras y contemplando la mortalidad cuando dice: “Al final de esta odisea y en el umbral de la osadía, tú verás que siempre habrá un encuentro, y estarás frente a esa fuerza que te llevará caminando dormido al filo de la guadaña”.

Te puede mostrar una reflexión de un  hibakusha  o sobreviviente de Hiroshima tocando una  shamisen  japonesa o guitarra de tres cuerdas con un sonido minimalista y contemplativo, como también un impactante  homenaje a la Amazonía indígena, adecuando la voz para simular aullidos y cánticos selváticos que te “pintan” un cuadro netamente huaorani.

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Este artista, receptor de la medalla Vicente Rocafuerte al mérito cultural  como también de la Casa de la Cultura de Quito, es ahora subsecretario de Cultura en Galápagos. Sus boleros hablan de los desposeídos, y su diálogo jocoso puede burlarse inmisericordemente de la egolatría propia de la narcodependencia. Su música está en  Crónicas  como banda sonora para Sebastián Cordero y su renacentismo no tiene fin.