No nos cuesta descubrir el fuego que el Señor trajo a la tierra: el del Amor a Dios por ser quien es, y el del Amor a los demás por Dios. O dicho de otro modo, el Amor con que nos energiza día y noche el fuego inagotable del Espíritu Santo.
Igualmente nos resulta fácil de entender que palpitara el Corazón del hombre-Dios –según nos lo insinúan sus palabras– porque algunos de su pueblo no aceptaban ese fuego, y retrasaban, con su triste resistencia, el incendio que Él quería.
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Tampoco lo que sigue: “Tengo que pasar por un bautismo, y qué angustia hasta que se cumpla”, encierra misterio alguno. Pues sabiendo que Jesús hablaba de su sacrificio en el Calvario, resulta muy normal que su naturaleza humana –pasible como la nuestra– sintiese cierto miedo.
Lo que ya no se comprende tan de prisa es lo que dijo nuestro Salvador seguidamente: “¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
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No es tan fácil comprender cómo el Amor a Dios y a los demás, en lugar de hacer la paz, pueda ser la causa de la división. Es algo que debemos meditar.
Desde luego no se trata de que el evangelio tenga algún veneno que complique la concordia. Se trata de que el egoísta –como es muy natural y fácilmente comprobable– no puede ver con buenos ojos al antiegoísta.
Esta contraposición entre el bien y la maldad, no tiene nada de rara. La vemos presentarse a cada rato: al sucio le da alergia la limpieza; al ladrón, la honestidad; al borracho le revienta el sobrio; y al corrupto el incorrupto. Es muy lógico que sea así.
Pero el asunto es algo más complejo. No es tan solo que al hipócrita le siente mal cualquier sincero. Al mentiroso y a la mentirosa, lo que más le enerva no es que su inferior o superior sean sinceros. Lo que de veras le resulta intolerable es que quien sea su igual –el colega o la colega que padece como él la tentación de la insinceridad– tenga la osadía de vencer la hipocresía. Es eso lo que verdaderamente le trastorna.
Así comprendo yo lo de la división que engendra Jesucristo: es la incapacidad que tiene el egoísta –sea padre, hijo, suegra o nuera– para vivir en paz con los antiegoístas.