En su domicilio guardaba riquezas: dinero en efectivo, joyas, libras esterlinas, soles de oro, cóndores y monedas extranjeras. A las diez de la mañana, cuando el sol brillaba en el firmamento, don Silverio las sacaba a la azotea de su casa colocándolas en mantos de tela para que se “asoleen”, según expresión de su dueño. No las guardaba en los bancos porque tenía desconfianza de ellos.

Su avaricia llegaba al extremo de que ciertos alimentos y dulces, como caramelos u otras golosinas, los repartía a sus familiares colocándolos en su boca para que los probaran con la lengua por pocos segundos para economizar eso que les brindaba. Cuando sus hijas le pedían un refresco, las llevaba a pasear por la orilla, que era el Malecón, para que recibieran la brisa fresca del río; lo que dio origen al llamado “fresco de don Silverio”. Controlaba la preparación de la comida de su familia para que no se desperdiciara, y las raciones eran mínimas en el desayuno servido a las cinco de la mañana; el almuerzo, a las once; y la merienda, a las cinco de la tarde, hora del ángelus, ya que a las siete de la noche toda su familia debía estar en sus camas para ahorrar gas y no alumbrarse.

No recibía visitas en su domicilio por el temor a que le robaran sus riquezas, ni que sus hijas dialogaran con el vecindario. Contaba sus monedas diariamente y vivía preocupado por el destino y la seguridad de su patrimonio. No permitió que ningún pariente lo visitara ni que su familia lo ayudara. Cuando llegó el momento de expirar, tras recibir los santos óleos pidió a sus familiares que le colocaran en su pecho las llaves de sus cofres, rechazando un crucifijo.

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Gonzalo Mariscal Contreras,
abogado, Guayaquil