El cofre con las cenizas del cantante de blues John Vokes será hundido el próximo mes frente a la isla Tortuga.

La historia del Gringo Juan es un blues sin fin. Pese a haber muerto a las 05:00 del jueves 11 de enero en Guayaquil, sigue de rumba. El viernes 19 hasta compartió escenario con Héctor Napolitano y su banda en un concierto en el MACC Cine.

En Galápagos, donde vivió 30 años, también lo llamaban Iguana Jack, pero su historia comienza en 1939 cuando nació en Filadelfia, Estados Unidos, como John Joseph Vokes. Y aunque era blanco cantaba blues como negro.

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Talvez porque fue amamantado por una nodriza negra, empleada de su familia de la que se alejó a temprana edad y solo volvió a visitar un año antes de su muerte.

Joven y lejos de casa, frecuentó bares profundos donde aprendió a tocar armónica, guitarra y a cantar con el alma desgarrada. En esos antros fue amante de los placeres propios de noches marginales pero auténticas.

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La leyenda alimenta su historia. Versiones que sus amigos, en honor a su memoria, no prefieren confirmar. Que en su país fue condenado a quince años de prisión. Que intentó escapar pero salió con libertad condicional, que le prohibían trabajar donde expendieran licor y tabaco.
Pero Vokes era músico profesional y debía ganarse la vida cantando en bares. Que antes de venir al Ecuador tuvo sus andanzas en Bolivia.

Primero residió en Cuenca, donde tuvo a Mónica, su primera hija.
Después se trasladó a Galápagos, en Puerto Baquerizo vivió algunos años, ahí nació su segundo hijo Richard, actual guía turístico de Galápagos que se declara como hijo de “un hippie de Filadelfia y una india”.

Richard Vokes el año anterior vendía ejemplares del disco Iguanamen “para ayudar a cubrir los gastos médicos de su padre”.

También vivió en San Cristóbal y terminó residiendo en Isabela donde nació Jonatan, su tercer hijo. En todos estos lugares se ganó la vida como panadero, pastelero, cocinero, carpintero y pescador. Oficios que talvez aprendió en la cárcel, a excepción del último que le enseñaron sus amigos isleños.

Recordando al Gringo
El sol del mediodía quema a Héctor Napolitano. En la terraza de su casa del cerro Santa Ana, afloran los recuerdos del Gringo Juan con quien grabó los discos Iguanamen (2002), Iguanamericana (2005), compartieron diversas presentaciones y años de amistad.

En Galápagos, Minino Boloña siempre le hablaba de un gringo que tocaba armónica, guitarra y cantaba blues. “Conocí a Juanito en 1993, me lo presentó Minino. Enseguida nos dimos cuenta que éramos hermanos espirituales y ahí mismo abrimos una botella de Chivas, ese fue nuestro pacto de amistad”, asevera Napo que vivió en esas islas desde 1992 hasta el 2002 cuando retornó a Guayaquil.

Cuando conoció al Gringo este era músico, medio filósofo y amante de la jarana con los pescadores. “Buen amigo, una persona derecha y transparente. Galápagos no me deja mentir, fue uno de los personajes más queridos de todas esas islas”. Musicalmente cree que Vokes es una de las voces mundiales del blues.

Otros amigos como Nonoi Calderón, los fotógrafos Bolo y César Franco, Miguel Segovia –Segovita–, entre otros, opinan que por su timbre de voz, manera de ser y sensibilidad era un negro pero de piel blanca, rubio y ojos azules.

Siempre quiso interpretar las canciones de Julio Jaramillo, aunque cantaba blues en inglés y sus fanáticos en Galápagos lo hacían repetir la única canción rocolera de su repertorio: “Me cansé de vivir,/ de vivir engañado,/ engañado por ti,/ y de tu falso querer”.

Fue en agosto del 2002 cuando vinieron a Guayaquil a presentar el disco Iguanamen que el Gringo Juan se sintió mal y en Solca le detectaron cáncer en la próstata. Debía operarse para detener  la enfermedad pero no quiso, medio aceptó unas inyecciones y ni volvió al centro médico.

Siguió bebiendo, tomando café y fumando, siempre decía: “Brother, esto es un clavo más para la caja”.

Cuenta Napolitano que el 30 de diciembre pasado, cuando lo vio en Galápagos, constató que eran ciertos los temores de Jeff Frazier, uno de los mejores amigos del músico.

“Me estoy muriendo”, sentenció el Gringo. Bromeando Napo, le dijo: “De regalo te he traído 30 camaretas porque mañana te vamos a quemar”.

Acompañado por sus mejores amigos, el 9 de enero arribó a Guayaquil y lo internaron en Solca. Pero el jueves 11 a las cinco de la mañana, el Gringo Juan murió de un infarto. Antes de cremarlo, sus íntimos le cantaron Voltes, canción escrita por él y un par de temas más.

Recuerdan que salieron del crematorio y cuando de la chimenea empezó a salir un humo azul, el fotógrafo Bolo Franco dijo: “Es el azul de sus tatuajes”. Luego fue blanco y afirmó: “Ese es de la barba”. Cuando abandonaban el cementerio, el humo bajó e inundó sus vehículos. Todos aseguran que olía a madera, a sándalo.

La historia del Gringo Juan es un blues sin fin. Desde que murió empezaron a suceder cosas extrañas. La persona que guardaba el cofre, al tercer día ya no lo quiso porque en las noches se escuchaban golpes de puertas y ventanas. “Juan no nos deja dormir”, aseguró.

 El percusionista Gustavo Miño se hizo cargo de esas cenizas amigas y cree que “el Gringo quiere que ya lo fondeen (sus cenizas) en Galápagos”.

El viernes 19, la noche del concierto, junto a Napolitano estaba el cofre con las cenizas de John Vokes, el homenajeado. Su hijo Jonathan, subió al escenario y cantó Me cansé de vivir. Luego la banda interpretó en su memoria El sonero se murió, que comienza triste pero remata con una alegre descarga: “El sonero se murió/ pero la rumba queda,/ pero la rumba queda”.

La historia del Gringo Juan tendrá un posible final, el domingo 18 de febrero, cuando el cofre con sus cenizas será hundido por sus amigos frente a la isla Tortuga de Galápagos. Él lo quiso así. Entonces el Gringo Juan cantará un blues sin fin en el fondo del mar.