El dinero y el poder de la fuerza se imponen en la Penitenciaría del Litoral. Existen grupos de presos que dominan determinadas zonas y –según reconocen– disputan espacios de negocio de droga y armas. Los guías poco hacen para controlar y más bien son señalados por los internos como parte de mafias que operan en el presidio. Las víctimas son los propios reos.

En el pasillo de la Penitenciaría hay tensión. Unos reos permanecen arrimados a las paredes, otros caminan sin rumbo. Sonríen, gritan, maldicen, se “putean” entre ellos. Por las ventanas enrejadas se ve el interior de un pabellón. Ahí, cuatro grupos de hombres envuelven tabacos con droga y los bañan con el fuego de un fósforo. Encienden el cigarrillo y, con euforia, absorben bocanadas de humo. Se drogan. El olor se esparce al pasillo por donde un guía, armado solo de un tolete, cruza simulando no verlos. Es viernes 23 de septiembre. El  siguiente día habrá visitas y también cinco reos muertos.

Esta es tan solo una escena de la monotonía de la Penitenciaría del Litoral, adonde la prensa tiene negada su entrada por el paro carcelario que  lleva tres meses y por la violencia interna, que deja un saldo de 19 muertos en este año.

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Cinco de las víctimas corresponden a los hechos del 24 de septiembre. Un preso por alimentos murió apuñaleado y cuatro que supuestamente lo atacaron fueron acribillados cuando iban a fugarse, según los guías. Dirigentes de los reos sostienen que se entregaron y primero recibieron una gran paliza de los celadores.

El acceso de un equipo de este Diario es posible una vez que el propio director del penal, Carlos Luis Tamayo, aprueba una solicitud con la siguiente aclaración: “...Se da por nuestra cuenta y riesgo. Lo que pueda pasar es responsabilidad del equipo periodístico...”. Claro que, en el interior, un supervisor acompaña en la visita de dos días.

“Adentro, la cosa está que arde. Un grupo de presos dice que va a salir disparando”, indica un celador a dos mujeres que piden ver a sus parientes. Cinco minutos después ellas cruzan la puerta, vigilada por guías penitenciarios y policías, pese a que no es día de visitas (sábado y domingo).

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En su espera, ambas afirman que los celadores las dejan pasar porque cobran. “Hay que dar un dólar en cada control. Son cinco puertas”. Y decenas de personas entran en esos días no permitidos.

Manuel Macías Macías, jefe de guías, responde: “Puede haber cualquier compañero corrupto, indudable, pero en la entrada principal está la Policía”. Indica que lo grave es que en el interior hay bandas que se enfrentan entre sí. Estas amenazan al propio director y a los guías, que perciben un salario promedio de $ 400.

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El peligro se percibe en los pasillos, pabellones, cocina, tiendas. Los reos dicen que viven en un infierno. Son reales las muertes, las extorsiones a presos y familiares visitantes; las violaciones y secuestros; los empeños, retención para exigir el pago de dinero a los reos fuertes. Son verídicas las carencias, el hacinamiento. Todo se ve a cada paso.

El centro carcelario, con capacidad para 1.500 reos, tiene ahora 3.383 individuos, divididos en 24 pabellones. De estos, diez se pelean con cuatro. Según los guías, las bandas las comandan Negro Chiqui, Robocop, N. Chávez, Los Rusos, Metralleta, Pichi. “Ellos amenazan mientras solo el 10% de los 120 guías tiene armas”.

El B Alto, pabellón con capacidad para 150 reos, acoge  solo a 80. “Temen ir allá porque estos viven en guerra y son violentos”, afirma un guía. Allí, Negro Chiqui da la cara, aunque semicubierta con una camisa y con unos diez hombres que lo protegen. Está sentenciado por asalto y muerte.

Luego de la explicación del objetivo periodístico, indica: “Aquí no hay bandas, somos delincuentes. Yo soy eje de un pabellón. Sé que ellos (guías y policías) dicen eso pero no me quejo, no soy sapo. Defiendo mi vida, la de mis muchachos y nuestro territorio”.

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Reconoce la rivalidad con los miembros de otros pabellones y afirma que el suyo es el más respetado. “Es mentira que dirigimos a los de afuera... Lo que se hace es conversar con la gente libre”, dice.

Esa comunicación es vía celular. La señal de Alegro es abierta. Hay antenas que aíslan los sistemas de Porta y Movistar, pero los internos se dan modos para hablar en determinados sitios del penal.

Al frente de B Alto, centro del reclusorio, están sus rivales de A Bajo y Alto. N. Chávez, el jefe, refiere que las disputas internas son por los negocios. “El problema es por ganar dinero por la venta de la droga. Esto se ha venido dando siempre...”, destaca.

Chávez culpa a los guías. “Ellos saben las cosas. Mientras la ley (Policía) no vea, todo es permitido... De esa forma se fomentan las mafias dentro de la cárcel. Aquí existe no solo una sino varias mafias, no digo que somos santos y no hacemos nada, pero tenemos que sobrevivir. La principal mafia es de afuera, de allá viene todo. La misma ley es la encargada de ingresar la droga, la visita no mete nada. No se puede decir quién, pero son ellos. Sobre las armas es igual que con la droga...”.

No se da nombres de proveedores, pero sí precios. Un extranjero los detalla: un revólver calibre 38 se vende en $ 300; una pistola 9 mm, en $ 500. El sobre de base de cocaína se oferta a $ 1; la funda y la cápsula de 10 gramos, a $ 10; la heroína, $ 5 el paquete y $ 50 la cápsula; un pucho de marihuana, $ 0,25. “Hasta te la fían. Es una mierda estar aquí”, relata.

Todos los presos están en medio de ese mercado de drogas y armas. Viven mezclados aquellos que tienen sentencias de 25 años, unos 500, con quienes deben pensiones de alimentos o están acusados sin pruebas. Tan solo cinco pabellones son la excepción por sus programas de ayuda, pero registran hacinamiento.

Uno de estos es Buen Samaritano, que aloja a 414 reos en un área apta solo para 250. Se lo considera tranquilo porque sus integrantes son evangélicos. Uno de los huéspedes es Jorge Burdet, con sentencia de 25 años por abuso de menores y pornografía infantil.

En los 24 pabellones existen reglas internas. Se exigen cuotas de ingreso y aportes semanales. Quien tiene dinero se ubica en sitios menos peligrosos, como el ex banquero Fernando Aspiazu, que vive en una suite en el edificio administrativo, bajo la dirección.

Atenuado Alto, separado del área de los pabellones de peligro, posee suites con aire acondicionado, televisión por cable, microondas, refrigeradora. Pero también hay descontento. “Este es un lugar para presos por tráfico y estafa, pero ahora están metiendo a asesinos. No tenemos seguridad”, dice el manabita Willy Vélez, quien paga una pena por narcotráfico.

Los “chiros” viven conscientes que cada día es una lucha por la supervivencia.

LOS PROBLEMAS

HACINAMIENTO
En el penal, construido hace cuatro décadas para 1.500 reclusos, están 3.384. Hay pabellones con capacidad para 150 prisioneros, pero acogen a más de 400.

INSEGURIDAD
La ley la imponen los propios reos. Los 150 guías se dividen en grupos de 30 que cumplen turnos de 24 horas y sin armas. Un guía debe contar y controlar tres pabellones.

REVUELTOS
No existe un área destinada a presos de alta peligrosidad. Juntos están los sentenciados a 25 años por grandes delitos y quienes no tienen sentencia o por un juicio de alimentos.

OLLAS ROTAS
En la cocina hay ollas partidas que para usarlas se las suelda con plátano majado. Los reos que apoyan en la preparación ganan $ 30 mensuales, pero no cobran desde febrero.