Aquel joven director chicano que se convirtió en cobayo humano para financiar su primera película, El Mariachi, está muy lejos. Hoy, Robert Rodríguez es una especie de Rey Midas del cine que se vanagloria de ser uno de los pocos en la industria (Pixar Studios y Steven Spielberg, son los otros del club), en tener su propio estudio cinematográfico, los Troublemaker Studios.
Rodríguez ha conseguido éxito tan rotundo jugando a dos puntas. Por un lado elabora películas mitológicamente violentas que lo acercan a la estética Tarantino (la saga de El Mariachi). En el otro, elabora sofisticadas fantasías visuales de consumo familiar (la serie de los Spy Kids).
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En este año, el cineasta chicano vuelve a practicar la fórmula. Hace un par de meses estrenó Sin City, filme basado en el oscuro cómic de culto con el mismo nombre. Mientras que hace pocas semanas puso en cartelera Las aventuras de Sharkboy & Lavagirl en 3D. A la primera aún no podemos verla en las salas del país; la segunda entra en la cartelera guayaquileña hoy.
Las aventuras del Niño Tiburón y la Niña de Fuego tiene una trama muy sencilla: un niño de 10 años escapa de su mundo solitario inventando superhéroes con increíbles superpoderes y sus sueños se convierten en realidad. Sus amigos imaginarios son Sharkboy, un niño medio tiburón, y Lavagirl, con cabello de fuego y manos que derriten lo que toca enfrentados a Sr. Electricidad, que quiere enviar un hechizo para que los niños no vuelvan nunca a soñar.
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Más allá de eso, el filme representa un paso más en el perfeccionamiento del estilo Rodríguez. El avance era ya notorio en la tercera película de los Spy kids, pero ahora Rodríguez da una vuelta de tuerca a su estética.
¿Cuál es esa estética? Bueno, para entenderlo, hay que decir que, en realidad, Rodríguez no hace filmes en el sentido tradicional del término sino verdaderos cómics en movimiento. Eso sucede en todas sus películas, las familiares y las violentas. Sus personajes y situaciones son hiperbólicos, los efectos recargados y poco naturales y el manejo de una fina ironía es un recurso constante en el desarrollo de las historias. ¿Defecto? Para nada, es coherencia pura: en sus filmes no se intenta recrear la realidad, sino crear un mundo paralelo, con sus propias reglas.
En Las aventuras del Niño Tiburón y La Niña de Fuego, todos esos elementos están presentes, pero hay algo más: la calidad de superhéroes y héroes. En Spy kids, el juego se daba entre la normalidad y las aventuras fuera de cualquier límite. Acá, El Niño Tiburón y la Niña de Fuego son superhéroes inalcanzables e implacables; es decir, no humanos. Ellos penetran en el mundo humano de un niño a través de la única dimensión posible: los sueños. Y justo en ese punto, Rodríguez comienza a sintonizarse con los grandes fabuladores de historias infantiles.
Un filme que dice mucho más de lo que podría ser en apariencia, solo hay que dejarse llevar al particular universo Rodríguez y aceptar que en el cómic ni la lógica ni la realidad tienen algún sentido. Además, todo con el efecto del 3D con sus lentes especiales y las imágenes “saliéndose” de la pantalla.