En la década de los años sesenta del siglo pasado, la música en los Estados Unidos había entrado en una especie de encrucijada.
Por un lado, el jazz que había nacido del blues, lograba con el estilo free, una libertad absoluta de armonía, ritmo y melodía; pero los espectadores que asistían a los conciertos eran cada día más escasos, no entendían su mensaje. Por otro, el rock and roll, que también procedía del blues, con sus nuevos ídolos: Elvis Presley, Chuck Berry, Bob Dylan, Jimmy Hendrix y Janis Joplin copaban con miles de fanáticos, salas de conciertos e incluso estadios.
Publicidad
El rock estaba a punto de cometer un parricidio con el blues y con el jazz. Ante esta situación, decenas de jazzistas emigraron a Europa en busca de nuevas oportunidades de trabajo y experiencias musicales. Uno de los músicos emigrados fue el brillante saxofonista y compositor Phil Woods, quien por 1968 conoce al joven contrabajista francés Henri Texier –que ya dominaba las técnicas del be-bop y el free-jazz– y le invita a conformar el Quinteto European Rythm Machine.
Con esta agrupación viaja por Europa dando conciertos y grabando discos. Pocos meses más tarde, el quinteto es invitado al Festival de Jazz de Newport. A partir de 1970, Texier no ha dejado de componer y fusionar ritmos, viajar e intercambiar experiencias con músicos de la talla de Steve Swalow, Bill Coleman y otros.
Publicidad
La noche del pasado lunes, en el auditorio del MAAC, se presentó en vivo este legendario contrabajista conformando el Trío Strada. Cuando el concierto empezó, Texier y su contrabajo parecían un mismo ser; presionaba las cuerdas y el instrumento obedecía, siempre intenso y preciso. Le acompañaba el saxo-clarinetista Sebastián Texier y el baterista Christophe Marguet. Con gran habilidad técnica –en los distintos temas ejecutados– mezclaron estilos modernos con viejas formas populares.
Fusionaron el be-bop con lo más antiguo del folclore de varias partes del mundo; la explosiva rapidez del free-jazz con temas de canciones celtas o africanas, mostrando tendencias nuevas en el mundo de la música.
El saxofonista con una técnica depurada, vigorosa, veloz, improvisó líneas melódicas tangenciales al círculo, efectuaba disparos sonoros que parecían sin rumbo. Con el clarinete fraseaba melodías de Asia, el Caribe y el Misissipi llevando al espectador por un viaje auditivo enriquecedor.
El baterista, en cambio, constantemente ejecutaba una serie de figuraciones polirrítmicas que iban amalgamándose y entrecruzándose con aquellas líneas improvisadas por el saxofonista. Agitaba las escobillas sobre los platos inventando una tenue lluvia de metales en temas como El agua.
Henri Texier, con sus continuas pulsaciones de su contrabajo, pasaba de lo rítmico a lo armónico y de allí a lo melódico. A ratos raspaba el instrumento, lo apretaba, lo acariciaba hasta hacerlo gemir con una dulzura poética. Un trío bien equilibrado y siempre dentro de una órbita de improvisación, cosa que es propio del buen jazz. En pocas palabras, una velada auditiva inolvidable.