Esa noche se albergaron en una pequeña aldea, en la que el guía le dijo a don Quijote que desde allí a la cueva de Montesinos no había más de dos leguas, y que si estaba decidido a entrar en ella, era necesario proveerse de sogas para atarse y descolgarse en su profundidad. Don Quijote dijo que aunque llegase al abismo había de conocer la cueva. Y así compraron casi cien brazas de soga. Y al otro día, a las dos de la tarde llegaron a la cueva, cuya boca era espaciosa y ancha, pero llena de zarzas y maleza tan espesas e intrincadas, que de todo en todo la cubrían.

Al verla, se bajaron el guía, Sancho y Don Quijote, al cual entre los dos ataron muy fuerte con la soga. En tanto que lo ceñían le dijo Sancho: ‘Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace; no se quiera sepultar en vida, ni se ponga donde parezca frasco que ponen a enfriar en algún pozo, que a vuesa merced no le toca ser el escudriñador de esta cueva, que debe ser peor que cárcel subterránea’.

‘Ata y calla’, respondió Don Quijote, ‘que una empresa como esta, Sancho amigo, estaba guardada para mí’. Y entonces dijo el guía: ‘Suplico a vuesa merced, señor Don Quijote, que mire bien con cien ojos lo que hay allá dentro’.

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Dicho esto y acabada la ligadura, dijo Don Quijote: ‘Inadvertidos hemos andado en no habernos proveído de una campanilla pequeña que fuera atada junto a mí en esta misma soga, con cuyo sonido se entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; pero, pues ya no es posible, que la mano de Dios me guíe’. Y luego se arrodilló e hizo una oración en voz baja al cielo, pidiendo a Dios que lo ayudase y le diese éxito en aquella nueva y al parecer peligrosa aventura. Y en voz alta dijo luego:

‘¡Oh, señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y oraciones de este tu aventurero amante, por tu inaudita belleza, te ruego las escuches, que no son otras que rogarte que no me niegues tu favor y amparo, ahora que tanto los necesito.
Yo voy a despeñarme y a hundirme en el abismo, solo porque conozca el mundo que, si tú me favoreces, no habrá imposible que yo no acometa y acabe’. Y diciendo esto, se acercó a la cueva.

Vio que no era posible descolgarse sin hacer espacio en la entrada a fuerza de brazos o de cuchilladas. Y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar aquellas malezas que estaban en la boca de la cueva, por cuyo ruido y estruendo salieron de ella una infinidad de cuervos o grajos, tantos y con tanta prisa, que dieron con Don Quijote en el suelo. Y si él fuera tan supersticioso como católico cristiano, lo tuviera por mala señal, y excusara de encerrarse en semejante lugar. Finalmente, se levantó y viendo que no salían más cuervos ni otras aves nocturnas como murciélagos, dándose soga el guía y Sancho, se dejó caer al fondo de la espantosa caverna. Y al entrar, echándole Sancho su bendición y haciendo sobre él mil cruces, dijo:

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‘Dios te guíe junto con la Trinidad, flor, nata y espuma de los caballeros andantes. Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce. Dios te guíe otra vez y te regrese sano y sin preocupación por esta vida, que dejas para encerrarte en esa oscuridad que buscas’. Casi las mismas palabras dijo el guía.

Iba Don Quijote dando voces que le dieran soga y más soga y ellos se la daban poco a poco, y cuando las voces dejaron de oírse ya ellos tenían descolgadas las cien brazas de soga. Decidieron volver a subir a Don Quijote, pues no le podían dar más cuerda; con todo, se detuvieron como una hora. Al cabo de ella volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que Don Quijote se quedaba dentro. Y creyéndolo así Sancho lloraba amargamente y tiraba de la soga con mucha prisa. A poco más de ochenta brazas sintieron peso y mucho se alegraron de ello. Finalmente, a las diez vieron a Don Quijote, a quien Sancho dio voces, diciéndole: ‘Sea vuesa merced muy bien vuelto, señor mío, que ya pensábamos que se quedaba allá para siempre’.

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Pero no respondía palabra Don Quijote, y sacándolo del todo, vieron que traía los ojos cerrados, con muestras de estar dormido. Lo tendieron en el suelo y lo desataron. Y con todo esto, no despertaba. Pero tanto lo sacudieron y menearon, que al cabo de un buen rato volvió en sí, desperezándose como si de algún sueño profundo despertara, y mirando a una y otra parte como espantado, dijo:

‘Dios se lo perdone, amigos, aunque me han quitado de la más sabrosa y agradable vista que ningún humano ha visto. En efecto, ahora acabo de conocer que todas las alegrías de esta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo’.

Con gran atención escuchaban el guía y Sancho las palabras de Don Quijote, dichas como si con dolor las sacara de las entrañas. Le suplicaron ambos que les explicara lo que decía y que les dijese lo que en aquel infierno había visto.

–‘¿Infierno lo llaman?, dijo Don Quijote. Pues no lo llamen así porque no lo merece, como ahora verán’. Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre. Tendieron un paño sobre la verde yerba, y sentados todos, en buen amor y compañía, merendaron y cenaron todo junto. Después, dijo Don Quijote:

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–‘No se levante nadie, y escúchenme, hijos, los dos atentos’. Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, cubierto entre nubes, con luz escasa y templados rayos, dio lugar a Don Quijote para que sin calor contase a sus dos queridos oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto.

‘A doce o catorce estados de profundidad de esta mazmorra, a mano derecha, hay una gran concavidad y espacio en el que cabe con comodidad un gran carro con sus mulas. Le entra una pequeña luz por unos agujeros abiertos en la superficie de la tierra. Vi esa concavidad cuando iba yo cansado e inquieto de verme pendiente de la soga, ir por aquella región oscura sin llevar camino seguro, y determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di voces, pidiéndoles que no descolgaran más soga hasta que yo se los dijese, pero no debieron oírme. Fui recogiendo la soga que enviaban y haciendo con ella una rosca me senté sobre ella pensativo, considerando lo que tenía que hacer para llegar hasta el fondo, no teniendo quién me sustentara’.

‘Y estando en este pensamiento y confusión, de repente me asaltó un sueño profundísimo, y cuando menos lo esperaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Me limpié los ojos y vi que no dormía sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me toqué la cabeza y los pechos, para asegurarme si era yo el mismo que allí estaba o algún fantasma vano y contrahecho. Pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que era yo mismo el que allí estaba. Me apareció entonces…