El 29 de abril de 1980 fue el día que el suspense perdió a su maestro, cuando Alfred Hitchcock  falleció en su casa de Los Ángeles.

“Ingrid, me muero”, así comenzó la última conversación que mantuvo ese día con la que fue una de sus musas, Ingrid Bergman.

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Murió sin violencia ni intrigas, fue su hígado el que falló.
“Me retiraré cuando muera”, había prometido en una ocasión, y tras 53 películas, cumplió su palabra.

Irónico hasta el final deseó para su lápida un epitafio que nadie se atrevió a ponerlo y que suena a advertencia: “Esto es lo que les pasa a los chicos malos”.

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Hijo de un tendero de comestibles y de un ama de casa profundamente católica, creó un arte dentro del séptimo arte. Reinventó un género que él mismo definió: “Me gusta burlarme de la muerte, me encanta concentrar a gente normal y meterlos en situaciones grotescas”.

Suspense, misterio, intriga, secretismo... y el eterno rubio femenino. Hitchcock matizó su filmografía con ejemplos que reflejaban sus propias obsesiones, convirtiendo así sus películas en su auténtico legado biográfico, según el crítico y periodista Gonzalo Sellers cita en el diario Montañés de España.

Incluso los personajes, mimetizados como los ‘alter ego’ de la personalidad de su autor, son el reflejo de sus deseos y miedos interiores.

La Academia de Hollywood lo nominó en seis ocasiones a los Oscar pero solo levantó la estatuilla en 1968, cuando recibió el Irving G. Thalberg a toda su carrera.

Ganó en Cannes (Francia), en 1946 por Notorius y consiguió la Concha de Plata de San Sebastián en dos ocasiones: en 1958 por Vértigo, y en 1959 por Con la muerte en los talones.

Además de su extensa labor como realizador, Hitchcock también intervino como productor y guionista en algunos de sus filmes.

Pero lo que sin duda más llamó la atención del espectador son sus breves apariciones en 33 de sus películas. Una manía  luego imitada por otros directores.