Reencarnación, la segunda película del director británico Jonathan Glazer (que debutó con la muy acertada Sexy Beast), supone, al menos en teoría, una pequeña curiosidad dentro del panorama actual del cine norteamericano de alto presupuesto por lo que tiene aires del estilo distanciado de cierto cine europeo de hace unas tres décadas.

Aceptar que algún difunto conocido y muy cercano se reencarne en el cuerpo de otra persona, al margen de convicciones extracinematográficas, no solo es difícil sino que incita a la discusión. Nada más lejos de lo que ocurre en esta nueva película protagonizada por Nicole Kidman, en la que esta maravillosa actriz encarna a una viuda a punto de reincidir en el matrimonio, cuando, en medio de un festejo, aparece un niño misterioso y vehemente que dice ser su primer marido, fallecido diez años atrás.

La intrusión del pequeño en la vida de la protagonista provoca diversas reacciones en su familia. Si bien no puede negar lo extraño de la situación, se siente cada vez más atraída hacia él y ansía desafiar los deseos de su madre y de su prometido para verlo. El instante más controvertido del filme –recibido en el Festival de Venecia con actitud dispar, entre silbidos y aplausos– muestra a Kidman y al niño compartiendo un baño de inmersión.

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La tónica general de Reencarnación reside en esa vistosa apariencia de relato serio y profundo, que entra fácilmente por nuestros sentidos en virtud de la turbia calidez de la fotografía. Glazer construye la inquietud con extrema elegancia y logra que uno se llegue a tomar en serio tan perturbadora propuesta. Paso a paso, las dudas de los personajes van ganando terreno en la pantalla hasta llegar a una situación verdaderamente deslumbrante, en la que todo queda en manos del talento interpretativo de Nicole Kidman, que aguanta la cámara sobre su rostro, expresando impávida la vertiginosa confusión que bulle en el interior de su cabeza.

Hasta ese momento la película es ejemplar, formal y narrativamente, pero a partir de ahí simplemente continúa fingiendo que se mueve en la misma dimensión. Sin embargo, el guión va dejando al descubierto sus insuficiencias, hasta acercarse peligrosamente a todo lo que había logrado evitar en el planteamiento. El conflicto, una vez planteado, no avanza.

Y es que cuando se asume el riesgo de moverse por terrenos tan delicados, resulta una tarea complicada salir airoso en la resolución del filme manteniendo intacto ese buen nivel. Ni aun en el caso de Jean-Claude Carrière, autor de la historia, y uno de los guionistas actuales con más talento. Quizás por su nombre no resulte demasiado conocido pero fue uno de los colaboradores fijos durante 19 años de Buñuel participando en grandes guiones de la historia como La Vía Láctea y El discreto encanto de la burguesía. Trabajó también con otros grandes directores como Jean-Luc Godard y Wim Wenders. Además, ha convivido con el Dalai Lama y por tanto es un buen conocedor de temas como la reencarnación y lo relacionado a los elementos más formales del Budismo.

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En definitiva, es una lástima que, finalmente, la entrega no trascienda y se quede en nada. Pero sería muy injusto dejar de lado los muchos valores cinematográficos que posee y el atrevimiento que demuestra: su parte inicial es más que sugerente, resuelta en situaciones y tonos alejados del tópico, con una puesta en escena muy sobria y, sobre todo, la participación de intérpretes de primer orden, no solo admiramos a la fascinante Nicole Kidman, sino al talentoso Cameron Bright, ese niño de mirada adulta que consigue provocar toda la tensión a su alrededor con su simple presencia, su tenacidad insobornable y su naturalidad desarmante, y a otros renombrados, como Danny Huston y la veterana Lauren Bacall, entre los secundarios.