El pasado viernes, Río de Janeiro inició la celebración de un exuberante y desenfrenado carnaval que durante cuatro días paralizará Brasil para que millones participen de desfiles y bailes.

Brasil nació cantando. Por las venas de este inmenso territorio corre rítmicamente la sangre viva de su confluencia euroafroamerindia. Del indígena se escuchan monótonas voces tribales que aún entonan ritmos de trabajo, fiesta y color. Del invasor portugués suenan cuerdas lastimeras que alentaron la fiesta de la conquista voraz. Del esclavo negro, los tambores cuentan viejas historias de esperanzas atadas por cadenas, lamentos cadenciosos que bailaron sobre sus propias calaveras en el trabajo forzado, batucadas sin freno, trotando sobre corazones rebeldes y apasionados.

Desde el primer embarque de negros llegados hasta los ingenios azucareros de la capitanía de San Vicente (hoy Estado de Sao Paulo) en 1538, siguieron numerosos arribos hasta 1850, año en que fue prohibido el tráfico negrero. Los esclavos llegaban desde Sudán, Golfo de Guinea: ewes –en su mayoría– y yorubas; negros musulmanes: ahusas, fulas, tapas y mandingas; y negros bantús venidos del Congo y Mozambique, que fueron repartidos por todo territorio y destinados a trabajos agrícolas, mineros y domésticos.

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Pastores religiosos evangelizaron a los negros obligándoles a abrazar la fe católica, pero no por ello olvidaron sus propios cultos, dioses y ritos. A escondidas, sus corazones con ritmo de hielo crepitante, no dejaron de practicar sus propias danzas, ritmos y ceremonias africanas, muy similares a los cultos de sus hermanos del Caribe.

En la Tierra de la Santa Cruz (así se llamó en un principio el territorio de Brasil), el largo contacto con blancos e indios determinó una fusión en la vida doméstica.
Las relaciones amorosas del señor de culto católico con la esclava negra de culto orixá originaron una transculturación evidente en las oraciones religiosas: de Yemanyá (diosa de los mares) con la Virgen María; de Oxalá con el Niño Jesús y de Exú con el demonio. Con esta deseuropeización del catolicismo, surgieron cultos religiosos propios del Brasil como el candomblé, la macumba, el xangó y el batuqué, que no fueron simples danzas, sino auténticos ritos sincréticos.

El primer candomblé de caboclo –o cofradía ritual africana– fue fundado por negros yorubas en la primera capital del Brasil, Salvador de Bahía de Todos los Santos (1549-1763).

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Más tarde, en San Sebastián de Río de Janeiro, segunda capital del país (1763-1960), apareció la macumba, culto más complicado que el candomblé, donde en rondas –aparentemente incoherentes– entran orixás, eshus, almas desencarnadas y caboclos, respondiendo a las llamadas y trances de los fieles. Tradicionalmente los cariocas celebran cada 31 de diciembre una fiesta en honor a Yemanyá (Madre de las aguas), lanzando al mar barcas cargadas de ofrendas: alimentos, joyas, perfumes y cirios encendidos, para encontrar el principio del alma de sus antepasados de raza negra.

En esos ritos, poesía y danza eran musicalizados por numerosos instrumentos que motivaban la improvisación de dramáticas danzas como congadas, cucumbis, taieras y quilombos que dieron origen a nuevos ritmos urbanos como el maxixe, el maracatú y la samba.

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Y fue en pleno centro de Río de Janeiro, en la casa de las bahianas fiesteros, que nació “el” samba, fusión del “Iundo” africano y el “maxixe” (ritmo matriz de la samba). “El” samba –dice Jorge de Carvalho– (semba de los angoleses...) es la danza más difundida en todo el territorio brasileño y se caracterizó inicialmente por el movimiento de contacto pélvico de las parejas denominado umbigada (ombligada), que en Brasil hubo de “enfriarse” para tornar el semba “brasileño” en “negro-blanco”.

La samba –primer ritmo y danza urbana del país–, hoy elemento básico de la coreografía y música nacional, al inicio no fue aceptada por las clases altas, que la consideraron música de negros, de plebeyos; prefirieron la polca europea para sus fiestas y bailes de máscaras.

Y entonces la samba trepó las colinas cariocas llenas de miserables favelas; ahí permaneció ese lenguaje rítmico del pueblo que fue madurando hasta dejar de ser un código de conducta y de gorronería de poetas populares, para convertirse en la música fundamental de las primeras escuelas de samba; bailadas por gente de las favelas, vestidas de esperanza y fantasía, simulando alegría y goce en el doble fondo de su pobre corazón de pobre; columnas de piernas femeninas brincando sobre las pestañas de los espectadores del parque de la Plaza Once primero, luego en la avenida Presidente Vargas, y ahora en las tribunas de la avenida Río Branco de la capital del Estado de Guanabara.

La samba, de ritmo sincopado en tiempo de 2 x 4, poseía en sus primeras letras la derivación de la poética portuguesa, cantada por voces cariocas de nasalización procedentes del negro. La percusión y su cadencia rítmica tiene un asombroso parecido con la rumba cubana.

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El dominio de los instrumentos rítmicos y percusivos, como el ganza, la cuica, el cavaquinho, el berimbau y tambores de varios tipos conocidos como atabaques o batas, popularmente denominado “batucada”, ha sido de constante creatividad para la introducción de nuevos ritmos como la “movidinha” y el “choro” de Pixinguinha; la bossa nova (fusión de samba y jazz de posguerra) de Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes;  el “bayón” de Luiz Gonzaga y Doryval Caymi;  y el “tropicalismo” de Gilberto Gil y Caetano Veloso, a más de la renovación de la samba “del morro” asociada con la “sátira” urbana que hizo Chico Buarque.

La primera música de carnaval –con un verdadero arsenal de instrumentos–, la compuso Alfredo de Rocha Viana (1898-1973) Pixinguinha, y la tituló Abran Asas, que significa “abran paso” que comienza el carnaval.

Un desfile que da la sensación de nunca acabar. Hermosas mujeres con faldas de serpientes, con collares de corazones; cientos de músicos que te rasgan la cuerda del alma; racimos de senos que se mecen y tiemblan; hermosas nalgas que brincan sobre sus talones transparentes; cinturas de perlas que se desgranan como luciérnagas encendidas. En fin, un espectáculo que solo los peces del olvido devorarán a la salida del sol del miércoles de ceniza.