La poeta norteamericana Emily Dickinson aseguró que no hay mejor forma de viajar que un libro. De igual modo ocurre que las informaciones más verídicas sobre la cocina no están en los tratados de receta, sino paradójicamente en los libros que no son de cocina.
Y es que los maestros del cucharón, los santones de las cazuelas, tienden a menudo a prescribir, y no a describir hasta escamotear los testimonios sobre los platos y las costumbres más dignos de fe.
Por el contrario, en la obra literaria se canta, se ensalza y se subraya el "espíritu de las recetas", las bondades de una culinaria precisa.
Así sucede en una cocina, la manchega, legitimada por el más entrañable, desastrado y noble modelo literario: El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha.
Lo ha contado esta semana en el Centro Cultural Español (CCE), en Miami, la doctora Carmen Simón Palmer, miembro del Consejo Superior de Investigación Científica de España.
La conferencia, titulada "Fantasía y realidad en la comida del Quijote", fue una aproximación científico-literaria al renglón culinario de esta novela, cuyo IV centenario se conmemora este año.
El enjuto hidalgo sale a buscar injusticias y a "enderezar entuertos", pero de los accidentados caminos de esta aventura llegan también los efluvios de la cocina manchega: guisotes, gazpachos, escabeches, caza, asados, salpicones, dulcería y los tintorros fuertes y poderosos de La Mancha.
"En El Quijote se pasa revista a las diferentes mesas, desde la de los villanos que descubren su condición por el olor a cebolla, alimento básico junto con el pan y el queso; la mesa de los moriscos, que como salvoconducto llevan un hueso de jamón y consumen Cavial (caviar), la de los labradores ricos, personificados en Camacho, cuyas bodas recuerdan los banquetes de las Sagradas Escrituras", explicó Palmer.
Estos parámetros culinarios puestos por Palmer en El Quijote no corresponden con la tópica visión que algunos escritores foráneos han consignado.
Frente a la flaca despensa de los estamentos más bajos de la época, existió también un campesinado próspero, mercaderes y ganaderos ricos que comían, bebían y triunfaban a cuerpo de rey.
Pese a una cocina de "necesidad" y frugal, se dan pitanzas monumentales, como en las divertidas bodas de Camacho. Y no son excepción. Exóticos menús, estupendos asados, pepitorias, caza y pesca bien confeccionada y repostería -de orígenes arábigos- refutan esta cegata incursión en la gastronomía manchega.
Bien ilustra esta variedad de propuestas la olla podrida, el plato rey, un pantagruélico e impar cocido. A Sancho le tira la liturgia de la olla, la rotundidad tribal de ese microcosmos donde mete con gozo la cuchara.
Gañanes, pastores y arrieros que poblaban la zona se nutrían de esta variada despensa, y, cuando se terciaba y con gusto, empinaban la bota de vino. Ejercicio éste por el que mostraba querencia el buen Sancho: "Bebo cuando tengo gana, cuando no la tengo y cuando me lo dan, por no parecer melindroso o mal criado".
De esta aplicación que pone Sancho en darle tientos a la bota se infiere, según la doctora Palmer, que el vino "del que Sancho es un gran experto conocedor, es el alimento básico de los pobres, y les acompaña a lo largo de la novela".
Lo cierto es que, ya sea en ventas o ventorros, o sea a la sombra de una alameda, la tropa cervantina trasiega caldos manchegos de la bota al estómago "sine fine" -sin límite-.
La austeridad queda para Don Quijote, puntiaguda concentración de los libros de caballería, y, en cuya imitación, forja su moral y su dieta.
Es decir, apenas come. Un puñado de bellotas en ocasiones.
Y aunque el Caballero de la Triste Figura afirme que "el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno del estómago", el esplendor de la chacina, las piernas de cordero, el carnero, los callos y los pies de puerco con garbanzos no se compadece bien con la espiritual caballería.
"Don Quijote pretende imitar a los protagonistas de los libros de caballería, intenta sustituir lo carnal por lo espiritual", hizo hincapié Palmer, y ahondó en el "conocimiento" que manifiesta Cervantes de "las fuentes médicas": "Sigue la teoría de los humores de Hipócrates", que explica la diferente complexión de los protagonistas.
En resumen, después de rastrear las páginas cervantinas, la doctora Palmer reivindicó la comida "como un acto de participación y unión, incluso en las mínimas compartidas por Don Quijote y su escudero".
Valga como corolario una sentencia al modo sanchesco: Dios guarde a los médicos impertinentes que nos matan de hambre y "vivamos todos y comamos en buena paz y compaña".