Cuando Alejandro Magno tenía 27 años había conquistado el 90% del mundo conocido, había cruzado las fronteras trazadas por Aristóteles, y su nombre invocaría para siempre a una de las figuras más legendarias de la historia de la humanidad. Una vida épica traducida a la pantalla en una película de la misma envergadura que 2.000 años después no ha podido superar un último escollo: la nueva moralidad reinante en Hollywood, escandalizada ante la bisexualidad de Alexander retratada en ella. “Estamos hablando de una cultura diferente en la que ni tan siquiera puedes decir que Alejandro Magno fuera gay. Ese es un concepto mucho más moderno”, se defendió el director Oliver Stone de las críticas que han fustigado a su cinta desde su estreno en Estados Unidos.
Ciertos ataques moralistas y algunas actitudes jocosas parecen haber chocado de frente con la seriedad histórica que el realizador norteamericano ha intentado darle a un proyecto con el que llevaba soñando más de quince años. La fascinación por el rey macedonio (356-323 a. de C.), valiente y decidido guerrero que nunca perdió una batalla y que extendió su imperio hasta la India, le empujó a Stone a escribir y dirigir su primera epopeya histórica. Así, Alejandro Magno plasma en casi tres horas de metraje la vida y fatigas de un genio militar al que el cineasta representa como un visionario de lo multicultural, pacifista para su época, muy soñador y de ambigua sexualidad. Un personaje que trascendió su condición de histórico para alcanzar la de mítico. Alejandro cumplió así otra ambición aún mayor: ser considerado hijo de Zeus, equiparable al gran Aquiles y Hércules, superior a su padre, Filipo de Macedonia.
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Stone se empeña en resaltar una y otra vez que el emperador tuvo como gran idea fija la de ensanchar su imperio por Oriente, a costa de ir perdiendo su mesura y la lealtad de algunos de sus generales. Así que una vez Alejandro toma el mando, hacia los 18 años, la pantalla se llena de soldados persas, el esplendor de una Babilonia de terrazas ajardinadas, desiertos llenos de lanzas y escudos, difusas Alejandrías lejanas, selvas habitadas por sanguinarios indios que luchan sobre elefantes enjoyados, palacios con bailarinas del vientre y cuchillo entre los dientes, y la grandiosidad inhóspita de las montañas nevadas cerca del Himalaya. Cierto que casi toda esa grandilocuencia viene al caso, pues el imperio alejandrino llegó, cuando el rey apenas tenía 25 años, hasta los actuales territorios de Egipto, Libia, Israel, Jordania, Siria, Líbano, Iraq, Irán, Afganistán, Uzbekistán, Paquistán y la India, aunque gran parte de la película se rodó en Marruecos y Tailandia.
Por lo demás, Stone presenta al protagonista como un cadete platónicamente enamorado de su compañero de lucha Hefestión; como un genio militar que a veces roza lo kamikaze, como un líder nato de oratoria arrolladora y como un hombre contradictorio, tan apasionado con sus conquistas como desconfiado de sus sufridos generales. Quizá afectado por la prohibición reciente en su país de su documental sobre Fidel Castro, Comandante y, el mismo año, por Persona non grata –un ejercicio de observación sobre las tensas relaciones árabe-israelíes–, Stone retrata sobre todo a un Alejandro gran estadista y globalizador, magnánimo con los vencidos, agresivo y cruel, sí, pero en el fondo pacifista, que cree en la armonía entre los hombres y en la coexistencia pacífica entre religiones y civilizaciones lejanas.
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El filme cuenta en el reparto con un correcto Colin Farell como Alejandro; Angelina Jolie como la sensual y posesiva Olympia, la joven madre del protagonista; Val Kilmer como el tosco y salvaje Filipo II, padre de este; Anthony Hopkins como Tolomeo, el amigo con cuya narración arranca la historia de este rey soñador.
La evocación de Alejandro Magno es en manos de Stone más meditativa que documental. Pese a ciertos desaciertos, el director logra un profundo retrato psicológico elocuente y deslumbrante, incorporando paisajes hermosos como el de Babilonia, gracias a una cinematografía tan pulida y vistosa como podría esperarse. Con la excepción de un flashback a la muerte de Filipo, la crónica es lineal, siguiendo el proceso de auge del imperio y declive de la razón de Alejandro, un guerrero cada vez más solitario, y la puesta en escena tiene a menudo una solemnidad enfática, como corresponde al tema. Sin duda, hay que reconocerle a Stone el enorme mérito de su riesgo y su indiscutible oficio y talento.