Que nadie proclame la inocencia de Michael Moore cuando él arma sus diatribas políticas. El hombre es un verdugo a toda máquina las 24 horas de cada día y esta vez su blanco es el Presidente de los EE.UU. Armado de su cámara como si se tratara de un lanzallamas, el resultado es una furiosa mezcla de investigación periodística y guerrilla urbana combinadas con un sensacionalismo digno de los cráneos marketeros más refinados.

Fahrenheit 9/11 se exhibe hoy por segunda vez en el Festival del Cine Diferente de Cinemark y especialmente en este filme –hay que admitirlo– lo que vemos no es el típico producto hollywoodense. Y no creo que a nadie le extrañe, porque el oficio del señor es poner en el paredón a todos los íconos de la sociedad estadounidense, en especial los republicanos.

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Para este creador de documentales, su patria es ahora un aterrador nido de miedo e ignorancia, donde la manipulación mediática está a la orden del día y su película lo demuestra agresivamente. Fahrenheit afianza una percepción generalizada sobre George W. Bush que establece claramente su vinculación con la familia de Bin Laden en billonarios negocios de petróleo donde los intereses políticos están siempre ligados. Esto no solo se revela en las fascinantes recopilaciones que el director fusiona y contrapone con las lacerantes realidades de la guerra en Iraq. Allí los objetivos de Bush parecen una prolongación de las películas de cowboys: los pieles rojas se metamorfosean en las víctimas de bombardeos y demenciales ataques en las calles de Bagdad, en secuencias que jamás hemos visto en los noticieros de televisión. Una buena parte de este filme tiene la misma imagen granulada de la pantalla chica, pero cuando Moore nos muestra la guerra, es la plena.

El humor del director invade muchas de las escenas, pero esta es una risa con un dejo de vergüenza. Porque cuando Moore encara a estos “estúpidos hombres blancos” –título de unos de sus libros– e intenta mostrarlos cómo realmente son, lo que nos queda es el vacío de sus mentiras, su descarada manipulación y sus interminables latrocinios. Fahrenheit muchas veces está editada como si todo se tratara de un episodio más de Saturday Night Live, incluyendo parodias donde los rostros de Bush y su staff aparecen en un fotomontaje de Bonanza, orquestado en el irreverente estilo del humor universitario que ha acompañado a toda una generación de televidentes. Cuando Moore sigue con su cámara –en una de sus breves apariciones en esta cinta– a la madre de un soldado que pierde la vida en Iraq, la trágica realidad de esta humilde mujer parece salida de otra cinta.

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Nadie puede quitarle a este realizador su genial paciencia de archivista de la nefasta historia del mundo en el desencantado panorama post Septiembre 11. Quién más que él podía ofrecernos los sobrecogedores momentos del presidente de la nación más poderosa del planeta, interrumpido por un asesor mientras lee un cuento a niños de preparatoria, enterándose en chitón de la tragedia de las torres gemelas que acababa de suceder en Nueva York. El rostro de Bush, mudo, petrificado, incapaz de absorber la magnitud del desastre, de repente se convierte en otro ícono más. El silencio lo dice casi todo. Pero cuando su voz continúa leyendo parsimoniosamente My Pet Goat (Mi cabrita) ante su deleitada audiencia infantil, uno siente que su show continuará y que ninguna sátira a su alrededor tiene un poderío igual.