No conoció a su padre y escapó de casa huyendo de su padrastro, trabajó bailando en las veredas y avisando a las prostitutas cuando se acercaba la policía. Sin embargo, nada le impidió convertirse en una de la más grandes vocalistas en la historia del jazz.
El 15 de junio de 1996 Ella (se pronuncia Ela) Fitzgerald dejó físicamente este mundo. Se fue abrumada por la diabetes y otras dolencias, pero, las distancias entre ella y el resto de las cantantes de jazz estaban definidas. Resultaría imperdonable, por decir lo menos, no ofrecerle unas pocas líneas al momento de hablar sobre los más memorables en la historia de esta música.
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Fue una cantante inmensa. Expresar que poseía un talento inigualable, podría caer en la categoría de lugar común, sin embargo, eso es lo que corresponde. No habrá forma de que su arte excepcional se borre de la memoria de sus seguidores, ni nadie en el mundo del jazz se ha atrevido, y probablemente se atreverá a cuestionar su calidad.
Ella Fitzgerald nació pobre, negra y mujer, el 25 de abril de 1917 en Newport News, Virginia, al sur de los Estados Unidos. Nunca conoció a su padre. Su madre y su padrastro se encargaron de su educación y se trasladaron a vivir a Yonkers cuando ella era todavía una niña. Se conoce muy poco sobre su infancia, pero en algunas publicaciones que se realizaron luego de su muerte se sostiene que, después del fallecimiento de su madre, escapó de su padrastro, por supuestos abusos y maltratos que este le propinaba.
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Pero antes de alejarse de casa, comenzó a interesarse por la danza, su primera gran pasión infantil. La música es algo que vino después. En realidad, Ella anhelaba ser bailarina, y para conseguirlo practicaba la mayor parte del tiempo.
Sola se hizo cantante
Nunca aprendió a cantar. Las únicas lecciones de música que recibió fueron la cantidad de horas que pasó durante su niñez ante el aparato de radio oyendo los temas del momento. Por eso resulta hasta cierto punto incomprensible cómo esta mujer sin ningún estudio ni preparación académica, haya sido capaz de vocalizar tan maravillosamente una cantidad impresionante de éxitos.
Bastaría escuchar cómo su voz melodiosa envuelve en el enamoradizo Sentimental journey, un tema compuesto por Les Brown, Bud Green y Ben Homer que la Fitzgerald popularizó en 1947, o en Guilty, también de 1947, y qué decir de How high the moon (1947), una de sus canciones más reconocidas, o I dind’t mean a word I said (1946). Se podría continuar por mucho, pero la lista se volvería pesada debido a su magnitud.
Su llegada al mundo de la música fue totalmente casual. Alguna vez se atrevió a relatar, pese a su timidez, la anécdota por la cual se introdujo en el mundo del canto.
“Yo quería ser bailarina, no cantante. Un día hice una apuesta con dos amigas; como a las tres nos atraía el escenario, sorteamos a ver quién se presentaba a un concurso para principiantes. Yo gané. Quería participar como bailarina pero, en el último momento, casi me obligaron a cantar, de modo que canté. Así comencé a ganar todos los concursos”.
Así fue como empezó todo. Sin embargo, cuando huyó de casa, tuvo que sobrevivir en el Harlem cantando y bailando en las veredas, y avisando a las prostitutas para que escaparan cuando se acercaba la policía.
En 1935, el año siguiente de ganar el concurso en el Apollo Theatre de Harlem en Nueva York, Chick Webb le propone cantar en su orquesta, que en ese momento dominaba la escena musical.
“Al principio, Chick tenía un hombre como cantante y no quería una mujer”. Entonces me dijo: mañana tocamos en Yale, tómate un autobús hasta ahí y si les gustas, te quedas en la banda”, confesó Ella Fitzgerald.
A partir de ahí se convirtió en la cantante habitual de la gran orquesta de Chick Web hasta la muerte de este, entonces, aquella bigband, se denominó La gran orquesta de Ella Fitzgerald. En 1942, cansada del trabajo que suponía dirigir la orquesta y cantar diariamente, disolvió la formación.
Luego se produce su encuentro con el brillante trompetista Louis Armstrong, con quien grabará unos discos memorables, y de donde aprende el difícil arte del scat, dejando muestras imperecederas de esa forma de cantar en temas como Lady be good, How high the moon o su primera versión de Flying home.
La gran dama de la canción
A partir de 1949, entra en contacto con Norman Granz, un empresario amante del jazz que organizaba por todo el mundo las famosas giras conocidas como el J.A.T.P. (Jazz At The Philharmonic). Actúa con los más grandes instrumentistas del jazz y logra que toda la crítica le reconozca con el título que la acompañaría por siempre, First lady of song (Primera dama de la canción).
Ella abarcó casi todos los estilos. Empezó como una cantante de swing, cambió al bebop, perfeccionó el jazz y el scat. Abarcó los blues, el bossa nova, el gospel y las canciones navideñas. Era capaz de cantar con acierto I heard it through the grapevine (gran éxito de Marvin Gaye) y Hey Jude (The Beatles), como las canciones de Cole Porter y George Gershwin.
Era tímida y muy insegura para hablar, y por esa razón dejaba que las canciones se expresaran por ella. Les daba una vida que superaban la suya. “No quiero decir algo incorrecto como hago generalmente, creo que lo hago mejor cuando canto”, decía.
La magia de Ella Fitzgerald es algo muy vivo que se puede sentir y descubrir en todas sus canciones, aquellos que aman el jazz tienen en las grabaciones de esta mujer la posibilidad de maravillarse con sus interpretaciones.
Toda la herencia que dejó constituye un monumento artístico del jazz vocal y forma parte del legado musical de una de las más grandes cantantes de jazz, que sin duda ha dado la historia. El propio Duke Ellington, en su majestuoso Portrait of Ella Fitzgerald, retrato musical de la cantante, tituló uno de ellos con dos palabras que definen perfectamente el arte de esta mujer excepcional: “Ella Fitzgerald está más allá de cualquier categoría”.