Tim Burton impregna siempre en sus películas (Batman, Marte ataca, Eduardo Manos de tijeras, Ed Wood, El planeta de los simios) enormes dosis de fantasía, y El gran pez no es una excepción. El filme, protagonizado por Ewan McGregor, Albert Finney, Danny De Vito y Jéssica Lange, sería un drama familiar si no fuera por las historias fantásticas, en la línea de Las aventuras del barón Munchausen, que narra uno de sus personajes, presuntas invenciones sobre las que gira la acción.

El ingenioso cineasta centra su atención en las malas relaciones entre Will Bloom y su padre Edward, que pasa sus últimas horas con un cáncer terminal. Hace años que no se comunican porque Will no le perdona que nunca le haya contado la verdad sobre su vida, sino puros cuentos, entretenidos pero falsos. A través de estos, recorremos la singular infancia de Ed, su encuentro con el gigante y su paso por el circo, así como el modo en que conoció a la mujer de su vida y todo lo que enfrentó para ganarse su amor; también asistimos a su infiltración tras líneas enemigas durante la Segunda Guerra Mundial y al descubrimiento de las siamesas, a sus relaciones con la misteriosa niña ya crecida del pueblo de Spectro o a la visión de su propia muerte en el ojo de cristal de una bruja (Helena Boham Carter, esposa de Tim Burton). Estas aventuras forman un imaginativo tapiz en el que se entrevén las semillas de verdad ocultas tras la fantasía.

El espectador de El gran pez (adaptación de Un pez gordo, una novela de dimensiones míticas, de Daniel Wallace) asiste con placer y diversión a un relato de dos horas en el que su director nos muestra la vida, no de manera cruda, precisa y objetiva, sino con todo el encanto de los cuentistas, con el mismo amor con que Ed se la ha ido presentando a su hijo. A todos emociona y engancha con sus alucinantes historias, porque su visión es amable y positiva, porque demuestra su espíritu generoso y lleno de ambición que le llevó de joven a abandonar su pueblo, para crecer y expandirse como el pez gordo de su cuento favorito.

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En esta singular obra, el realizador sabe conjugar con acierto momentos dramáticos con otros colmados de romanticismo, situaciones mágicas y surrealistas con otras hondamente humanas. Lo hace con su estilo nada convencional, con audaces rupturas temporales, con una estética visual colorista (nada oscurista) heredera del surrealismo fantástico y del cine de animación, con una música pop sobresaliente y con unos personajes extravagantes pero entrañables, interpretados con frescura especialmente por Ewan McGregor y Albert Finney en sus respectivos papeles de Ed como joven y anciano. El desenlace se nos presenta con dos finales que se disuelven en uno solo, donde realidad y ficción se funden hasta identificarse. Es una doble escena –una en clave fantástica y otra más real– llena de lirismo y ternura, plenamente consecuente con toda la lógica de la película.

Después del paso en falso de El planeta de los simios, Tim Burton vuelve a entregar esta obra maestra, capaz de demostrar por qué es un director fuera de lo común. Lo que al principio podría parecer un montón de cuentos fantásticos contados mientras se le diluye la vida a una persona, estalla luego en un enlace narrativo audaz que aúna de manera magistral lo ficticio y lo real, lo cómico y lo dramático, lo monstruoso y lo tierno. Como Ed Wood o Edward, manos de tijeras, Ed Bloom es un optimista que no se resigna a no ver el mundo como él lo ve. Y su mirada fantástica y soñadora atrapa al espectador de la misma manera como lo hacen los mundos retorcidos, cómicos y melancólicos de Tim Burton. Es un filme sabio y disfrutable de principio a fin.