Yo vengo de la tierra donde la chirimoya,
talega de brocado, con su envoltura impide
que gotee el dulzor de su nieve redonda,
Y donde el aguacate de verde piel pulida
en su clausura oval, en secreto elabora
su substancia de flores, de venas y de climas.

Tierra que nutre pájaros aprendices de idiomas,
plantas que dan, cocidas, la muerte o el amor
o la magia del sueño o la fuerza dichosa,
animalitos tiernos de alimento y pereza
insectillos de carne vegetal y de música
o de luz mineral o pétalos que vuelan.

Capulí –la cereza del indio interandino–
codorniz, armadillo cazador, dura penca
al fuego condenada o a ser red o vestido,
eucalipto de ramas como sartas de peces
–soldado de salud con su armadura de hojas
que despliega en el aire su batallar celeste–.

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Son los mansos aliados del hombre de la tierra
de donde vengo, libre, con mi lección de vientos
y mi carga de pájaros universales lenguas.
Jorge Carrera Andrade (Quito, 1902-1978)

Del    libro Literatura ecuatoriana,
Rodrigo Pesántez Rodas, Ediciones Universal, 1980,
tercera edición

Mademoiselle Satán

Mademoiselle Satán rara orquídea del vicio.
¿Por qué me hiciste, di, de tu cuerpo regalo?

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La señal de tus dientes llevo como un silicio
En mi carne posesa del Enemigo Malo.

¿Por qué probó mi lengua el sabor de tu sexo
y el vino que  en la noche destilan tus pezones?
¿Por qué el vello que nace de tu vientre convexo
se erizó para mí con nuevas tentaciones?
¿Por qué se hundió en mis labios tu lengua venenosa
y se hallaron tus ojos con un lúbrico signo?
Y cuando haces vibrar tu desnudez lechosa
pienso en que debes ser la hembra del maligno.
Si se adueñó este ídolo de mi alma hasta la muerte
yo no tengo la culpa ¡Oh San Antonio casto!

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Yo que era niño aún y como el roble fuerte
dejé quemar mi vida sobre su altar nefasto
Yo la he visto desnuda, ¡Señor!, ¡sí, yo la he visto!
Tembló y quedóse el alma eternamente muda.
Prefiero a ese recuerdo los tres clavos de Cristo,
la Cruz, antes que verla en mis noches desnuda.

Señorita Satán, tú que todo lo puedes,
tus hombros, tu cadera que reclama el incienso,
tus suaves pies, tus brazos, son otras tantas redes,
tendidas hacia el pobre corazón indefenso.

Me diste el dulce  gusto de tu boca, el turbante
martirio de tus muslos ceñiste a mi cintura,
y cuando fuimos presas del espasmo extenuante,
tu enorme beso fue como una quemadura.

Eres la hembra Única, lo mismo en el reposo
que en el sexual combate, ¡Santa Orquídea del vicio!
hasta cuando torturas con tu cuerpo oloroso,
no hay placer en el mundo que iguale a aquel suplicio.

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Satán, mujer que tienes un rubí en cada pecho,
tus verdes ojos lúbricos son siempre una acechanza,
tu desnudez que viene las noches a mi lecho,
para mi ciego  olvido, es tu mejor venganza.

Jorge Carrera Andrade
Del libro Poemas desconocidos de Jorge Carrera Andrade
Enrique Ojeda, Paradiso Editores, 2002

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